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¡Jaén de los vientos y los sueños! Ciudad de la luz y de las sombras. Villa sin atardeceres. Desde que fui capaz de contemplarte, ansié embellecerte con la más casta de mis miradas. Reconstruirte, piedra a piedra. Revelar en mi retina, como un zahorí  alumbrador de tesoros, tus arcanos invisibles. Pero hoy no sé si soy yo quien aprendió a excavar tus secretos,  o es tu hermosura  recóndita la que limpia mis ojos de legañas selladas por el tiempo.

Al hollar cada día tus sendas, viajero tras tus murallas, se deshoja el corazón en mil  augurios. Al abandonarte, en busca de cielos tersos y cómplices guiños estelares, me invade un renovado ardor guerrero. Así que, antes o después, levaré mis ejércitos interiores capitaneándolos hasta el pie de tus baluartes. Erigiré mis tiendas, circundando tu quebrada geometría, pues aspiro a conquistarte de nuevo. Seré paciente en  el asalto. Algún  incendiado atardecer de luz purísima y aire límpido y calmo, traspasaré tus fielatos sin ser visto. Abatiré tus defensas impenetrables, tus bardales desgarradores. Tras someter tu resistencia, plantaré el arco iris de mis pendones sobre la geología vertical del cerro calizo, para que mis hermanos de leche puedan divisar cómo tremolan,  abigarrados y orgullosos, agitados por el ábrego que  se descuelga, ululando airados requiebros, por la angosta barranquera de La  Mella o los arriscados pedregales del monte negro,  que jamás fue volcán pero sí  es ayo maternal de tus contornos únicos.

¡Jaén de mi corazón! Me lo has dado todo aunque también todo me lo robaste,  alicortando mis vuelos. Estamos en paz, amor de mi vida. Firmaremos  un armisticio que detenga el tiempo. Testigos serán el dirham de helada miel que trisca por las peñas,  argentando  de ternura  el bosque aceitero,  y los ángeles custodios de nuestros recuerdos compartidos.

Me alejé de ti hace doscientos  cinco  plenilunios. Pero, en cada uno de ellos, habitabas en el apacible  Mar de mis Serenidades o en el furioso  Océano de mis Tormentas. Preñado de ansiedad, acudía cada noche a tu encuentro en mis desvelos. Volaba como  águila real coronando el Portichuelo, alineada mi ingravidez  sobre las Peñas de Castro hasta posar mis pies,  tras un lento y mayestático planeo,  ante la puerta de la sagrada cueva. Entonces volvía a sentirme jaenero soñando que había soñado contigo.

¡Jaén hermética y tetrapléjica! Ciudad de las inútiles quimeras. ¡Cómo quisiera verte despertar de tu secular letargo, de tan mediocre y paralizante sopor, para escalar tus cielos y ser inscrita en los anales de la belleza discreta, de la osada pujanza, de la arriesgada conquista del futuro!

Jaén amada. Enjuiciada sin piedad por los buenos jaeneros, pues les duele en el alma tanta indolencia. Son los mismos que la defienden, apasionadamente,  frente a los foráneos – y algunos malos  paisanos –  que no aciertan a quererte porque jamás  conocieron el amor. Son ciegos que creen ver por ojos ajenos. Tan solo piensan lo que  ya está pensado sobre ti. Ni saben que no  piensan,  ni conocen su inepcia para ser ellos mismos. ¡Cómo desearía que te transfiguraras ante sus ojos, provocando su desconcierto porque no sabrían ver tu luz!  

Jaén, mora y cristiana. Lo tienes todo sin haber tenido jamás nada. ¡Qué podríamos hacer entre todos para que pudieras comprenderlo! Jaén,  incolora y plomiza. Ciudad de blanco y negro. Cal de los barrios altos. Negras aceitunas gordales que cuelgan como brunos pendientes de las ramas del viejo olivar, mientras la danzarina celeste, vestida de plata y sombras, resbala su exaltada  frialdad    por tus pinas callejas, estampando, sobre sus piedras venerables, la caricia de una jarcha amorosa y desgraciada; una vieja copla   de perpetua soledad y desencanto.

Jaén de Judea, acogedora del dolor de Jesús descalzo que hechiza  tus madrugadas,  eternizándote, sembrado de rosas jaeneras el jardín de su cabellera. Tu mejor enseña han  sido siempre  sus pasos vacilantes que provocan   la emoción de una  muchedumbre a la que agobia el peso de tu cruz.  Pavor siento de las modas lejanas que ascienden el  río Betis desde su curso bajo podando,  inmisericordes e inconscientes,  nuestras costumbres. Tú, señor del Tiempo,  debes andar   por nuestras calles con los mismos pasos de  siempre: rudos, templados, firmes y amorosos. De otra forma podrían no reconocerte.  Porque eres,  Jesús jaenero,  el asidero que conforta, en momentos tenebrosos,   a los nacidos en la tierra; su más clara esperanza.  Por eso   gritan: “Viva nuestro padre Jesús”, “viva el capullo de Jaén”   desde las catacumbas del dorado  trono,  cuando les recorre el espinazo  un escalofrío de amor  al oír los primeros compases de la marcha inmortal. Tú eres Jaén para ellos. Jaén eres tú, de igual modo.

Jamás he podido olvidarte  ciudad de mis glorias y miserias, tierra de las noblezas y plebeyeces más extremas, reino de las ataraxias paralizantes. Volveré a tu encuentro. Ya faltan pocos y mágicos   ocasos, entreverados de rosas y turquesas,  para alcanzar una gloria renovada en tu seno materno. Y, entonces,  nadie  podrá separarnos, te lo juro. Cobijarás mis futuros  pasos inseguros. Alentarás mi escritura vacilante. Iluminarás mis cataratas con tu luz cristalina. Custodiarás con celo los secretos más preciados del baúl de mi memoria. Serás de nuevo mi nodriza. Amamantaré mi torpeza de tus senos ubérrimos, como ya hice recién llegado al mundo,  en un  sereno crepúsculo    abrileño  sobre el oasis del palmeral,  en la incipiente tiniebla azulada de la noche. Y, cuando llegue mi hora, cerrará mis ojos tu viento impetuoso,  remansado piadosamente  sobre mi frente de marfil,  en un acariciante beso de despedida. Será tu tierra milenaria la que acompañe mi último sueño en el que, pese a la negra inconsciencia de la muerte y el olvido, hasta las sombras podrán oír cómo grito, rendido de pasión, tu nombre de princesa.

Siempre estaremos juntos. Porque, si  Dios me revistiera de su gloria, serás tú, mi Jaén, a mi lado, una Jerusalén celeste, renacida y rutilante, que es aquello que siempre habrías podido ser, si no hubieras padecido siempre tanta y tanta   diselpidia  y  te hubieras decidido a navegar el mar de las  osadas aventuras,  sin más brújula que tu corazón y el deseo de arribar  a puertos nuevos.

¡Despierta por fin!, ciudad amada. Busca  sin descanso, Jaén de mi memoria. Escudriña estos tiempos nuevos sin perder tu esencia. Estar vivo es eso, pues, aunque  nada encontraras la búsqueda no resultaría infructuosa. Te colmaría de vida. Renacerías, ciudad amada.

   ¡Jaén de los vientos y los sueños!…

 

                   

 

 

 

 

 

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