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Marzo húmedo y ventoso. Derraman bendiciones  las compuertas de los cielos. Campos rezumantes de agua. Fríos tardíos. Olivos que yerguen airosos sus brillantes hojas  glaucas  — prometedoras  de cosechas ubérrimas—, por las que escurre un río menudo  que más tarde se hará venero fecundo en las aceitunicas de noviembre; primorosos zarcillos que colgarán del  bosque sagrado bajo la plateada  y misteriosa lluvia de luz  del plenilunio.

Avanza una  cuaresma de liturgias repetidas a lo largo de los siglos, no por ello menos profundas y atrayentes. Trajín cofrade en hogares y casas de hermandad. Se adecentan túnicas, capas, caperuces, cíngulos y guantes que se miman con amoroso cuidado hasta que son expuestos, tersos y flamantes, colgados de las perchas, mientras esperan    que sus dueños se revistan de tan sagrado terno. Porque para el cofrade la túnica es su verdadera piel. No solo es hábito penitente.  Late en ella algo  más que un símbolo. Sigue su curso, cosida a sus pliegues por hilos inconsútiles, toda una vida de recuerdos innombrables que despiertan lo más  noble que hay en él; misteriosas proclamas eternizadas.

Las golondrinas trazan sus acrobacias, afiladas y rasantes, sobre los  vetustos cortijos  de muros descascarillados, y las elegantes   caserías, con lonjas espaciosas guardadas por  verticales cipreses, alpinistas del cénit. Tejen sus nidos  los aviones, alfareros  del aire,  en los alerones más protegidos de los vientos dominantes, Tras las últimas tempestades surge un arco iris floral por riberas y cunetas: jaguarzos, amapolas, nazarenos, malvas, margaritas, prímulas o fumarias. Un invisible artesano   modela con paciencia, en el torno de la noche, el elegante cuerpo de la luna, que crece en el signo de Cáncer,  y salta con agilidad  los montes  entre un torrente callado  de pasiones invisibles. Cantan mirlos y ruiseñores, por setos y alamedas, en la leve hondura del alba. Ha entrado el sol en Aries  —en una recién  estrenada y atípica primavera—, aunque no prodiga sus apariciones en el balcón de los cielos. Arde una hoguera de presagios danzarines en el pecho cofrade mientras contempla  al  cielo, compungido y temeroso,  pues no sabe si la lluvia arruinará  sus sueños mejores.

Semana de Pasión. Devociones rendidas  hacia las imágenes veneradas, símbolos materiales de la presencia incorpórea de ese crucificado que donó su vida por amor al hombre. Ansía el cofrade que amanezca  ya el día anhelado  para patear la ciudad a su lado proclamando, con gritos callados,  su Cruz.  Que no es símbolo de cobardes,  sino emblema  de pasiones encendidas. O se está con ella  o contra ella, porque él vomitaba la tibieza; quería  creyentes entregados, inflamados de amor.

Se cuenta en Jaén una antigua historia de muerte y vida,  pero renovada  cada año como si fuera nueva. Nos habla del proyecto común de los que encadenan su espíritu en torno a tradiciones religiosas que jamás podrán prescribir las vesanias e insidias de los  intolerantes,  ni tan siquiera  en tiempos tan banales, hostiles  y poco propicios como los actuales, donde solo tienen voz los que más vociferan, pero no los que más aman. Porque estamos ligados a tan valioso patrimonio,  anclados para siempre a esa cruz sembrada de clavel y lirios, que no es cadena  de férreos eslabones sino blando y suave  yugo de verdadera libertad; salto al infinito.

Cofrades. Hombres y mujeres fijados para siempre a unos labios agónicos que musitan el sagrado nombre de Jaén de cara   al horizonte  púrpura de la tarde,  antes de reintegrarse a la Luz de la que procede. O al gesto de la dolorosa, de jaenerísimo rostro, que pena  sin consuelo al bajar   los viejos cantones jaeneros en cuyas esquinas  el sol decadente del Viernes Santo clava en sus  paredes   dorados pregones de  infinitas tristezas. Estamos ligados a tantas pasiones personales vividas por  gentes   de todo tipo y condición, que,  pese a nuestras miserias personales, nuestras rencillas ingenuas, nuestros desencuentros, hemos compartido a lo largo de los siglos una fe sin mancha en estos sagrados misterios. Ante todo,  vivimos, apasionadamente, nuestra creencia. Tenemos  otros  defectos, como todos los grupos humanos, pero somos capaces de  movilizar voluntades, de generar una ola de entusiasmo entre los jóvenes, de alentar las filas cristianas, hoy tan acobardadas, tan mundanizadas, tan impotentes  frente a la presión imperante, tan encerradas en la inercia  ritual del grupo, tan espantadas ante  un ambiente nada propicio.

Somos testigos que toman el relevo de aquellos cofrades desaparecidos,   y lo entregamos a los que  nos sucederán con el fin único de mantener viva la fe en Cristo, muerto y resucitado, a nuestra peculiar manera. Un modo  que nació hace quinientos años para enseñar al pueblo los misterios de la Redención  y conmover con nuestro relato a todos aquellos que puedan cruzarse en el camino de los cortejos procesionales. Quién  sabe si alguno de ellos quede tocado por tanta   luz como irradia la cruz ambulante  que sostiene a un gigante  de bronce muerto por amor,  cuya visión desprende las escamas de los ojos y disipa   las cegueras.

No  hay más historia que esta. Una explosión de fe, pero también de los    sentidos y de los sueños. El concilio de Trento  prepara el universo de la cultura barroca que iba a arrasar mentes y corazones. Es el poder  de la imagen. Docere y delectare, esa es la misión cofrade. Enseñar y conmover. No existe otro objetivo. Que el pueblo aprenda lo que cuentan los pasos procesionales, de la manera más directa posible. Y que quede conmovido por el relato de las comitivas ambulantes, para que un rayo de luz divina pueda tocar su corazón anestesiado por tanta insustancialidad vital, por tanta superficialidad revestida de progreso al son de fanfarrias destempladas y agobiantes. Y ayudar a los más necesitados del entorno —labor que siempre han  ejercido  las cofradías, no conviene olvidarlo—   en sus problemas cotidianos.  Si además conseguimos la armonía y hermandad  de los distintos, bajo las andas,  o en los tramos nazarenos, o desatar  la explosión de tanta  belleza como desprende esta historia  urbana trascendente,  mejor que mejor. Pero me conformo con saber que, cada uno en su puesto, estamos enseñando, mientras nuestro relato conmueve a tantas gentes anónimas ayudándoles a plantearse    preguntas en su interior que les sirvan para temperar el  amargo vendaval   de la existencia.

Para ello no podemos ofrecer otra cosa que nuestra fe sentida y expresada, a nuestro estilo, a una sociedad que vocea sin  descanso la muerte de Dios, o que intenta camuflar nuestra verdadera devoción entre proclamas nebulosas de  patrimonios culturales, tradiciones populares, ejercicios estéticos,   costumbrismos diversos, fiesta turística y cultos sincréticos al renacer de la vida en primavera. Para nosotros es tan solo fe en Jesús, el Hijo de Dios. Es lo que nos mueve  aunque,   a veces, no seamos capaces de expresarlo o transmitirlo,  y nos contagie tanta ambigüedad circulante que prostituye nuestros afanes más nobles.  Fe en quien murió, por amor al hombre, para darnos su Libertad, que es la única, cuyos presupuestos no  cambian con los años, porque es anterior al Tiempo  y  al Espacio. Ya existía antes de la creación del Universo.

Todo está consumado. Un año más los sueños se revisten de hábito penitente.  El nazareno, domador del tiempo, con su paso cansino de miradas agradecidas y eternas, precederá a su cristo agonizante o a su madre de las ternuras sabiendo  que,  caminando a su lado, brotarán en su pecho rosas de luz  que anuncien una inacabable primavera. Pero hasta que llegue el día, consultan con ansiedad desbocada los distintos servicios meteorológicos: Aemet, Wetterzentrale, Cazatormentas…, mientras salta el corazón sin freno ante la visión en la pantalla del móvil de los sucesivos  modelos actualizados.

Bendita pasión cofrade que nos mantiene en tensión vital y nos incita a  vocearla a nuestro entorno. Porque la pasión, pensaba Goethe,  se aumenta o mitiga confesándola. Cuanto más grande es un hombre mayores  son sus pasiones. Pasión de mostrar a Cristo y María,  por nuestras calles, a nuestros tibios conciudadanos que salen al encuentro de los cortejos procesionales porque desean creer en algo que esta dictatorial cultura relativista les niega. Quieren apasionarse. Están hastiados  de su propia y anodina  andadura vital.  Secretamente desesperados por no tener nada sólido e inmutable en que creer.

Pero los cofrades hace tiempo vencieron la tibieza y son visionarios  de sueños de gloria,  de amor a la tierra,   de recuerdos jamás prescritos. Al pisar las huellas de sus ancestros sabrán que ese es el único camino que conduce a alguna parte. Los demás son callejones sin salida, laberintos macabros, charadas nunca resueltas, pese a las continuas proclamas de progreso o los efímeros oropeles a los que aspira el hombre moderno, que pronto quedarán arrugados, lacerados por cicatrices  indelebles. Porque la supuesta —y tantas veces hipócrita—  tolerancia  tan voceada por las gentes y sus pastores, es una verdadera tiranía. Ser racional — ya lo expresó, admirablemente por cierto, el filósofo de la ciencia francés Olivier Rey—, “no significa considerar que la razón es competente en todo, sino reconocer que tiene sus límites”. Límites imprecisos y armónicos. Por eso no debe existir oposición entre razón y misterio, razón y fe. Porque la razón es tan solo soberana en  sus propios órdenes no en el conjunto de las experiencias vitales.

Los cofrades saben que existen razones que la razón no entiende. Suelen ser las más profundas; las que hacen vivir intensamente; las que enriquecen el espíritu;  las que jamás caducan.  Por eso, un año más,     eternizarán sus sueños por las calles de la ciudad que acoge su existencia y a la que llaman, en los hondones del ser,  ¡madre!, aunque conozcan, o quizá por ello, la inmensidad de sus carencias, de sus abulias, de sus fríos de hielo. Pero es la cuna de su fe, de su vida, de sus sueños, de sus mejores miradas, y por ello siempre le estarán   agradecidos.

Pasión en Jaén. Muere Jesús en primavera perdonando a quien le arranca  la vida. Sufre en silencio la mujer que ofreció su seno purísimo para que la luz fuera surtidor generoso  que alumbrara la existencia. Los cofrades jaeneros  volverán a relatar la mayor historia jamás sucedida, y a todos nos parecerá nueva cada uno de sus secuencias. Benditos  sean estos cofrades, quijotes soñadores, generosos juglares urbanos,  esforzados   navegantes contra corriente, valientes paladines de la Cruz de Cristo el símbolo que redimió para siempre a la Humanidad de la muerte y su cortejo de  sombras.

Pasión en Jaén. Una aventura del espíritu digna de ser vivida.

FOTO: JAÉN DE PASIÓN.

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