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Una de las primeras decisiones ineludibles  tomadas por el nuevo gobierno  ha sido asumir el compromiso de nuestro país respecto a la reducción del  déficit del Estado para este ejercicio.  Recordemos que este  acuerdo nos  obliga a situar el déficit del Estado en el 2.7 % del PIB para este año. Por otra parte, conviene también tener en cuenta que la  deuda pública del  Estado ha escalado hasta el 97,8% del PIB  situándose actualmente en 1.150 billones, cifra que rondará   los 1.2 billones de euros a final de año.

La estrategia  de buenismo  gestual que está siguiendo el gobierno socialista en sus primeros  trazos  decisorios  pone en peligro, en mi opinión, la consecución  del  objetivo  anteriormente mencionados a tenor  de las intenciones enunciadas,  especialmente en materia de gasto,  y del  tratamiento de otros  aspectos  fundamentales  que no sólo pueden incidir en la consecución de esa meta, sino que, incluso, pueden afectar a la actividad económica interceptando el rumbo de recuperación que viene mostrando nuestra economía.

Así, ligar la revalorización de las pensiones a la evolución del IPC, aunque sea en coyunturas de bonanza económica, revisar el sueldo de funcionarios, equiparar el de los diferentes cuerpos de seguridad del Estado, situar el salario mínimo en  1.000 euros,  introducir la renta mínima para un nicho de población con escasos recursos, eximir del pago del peaje en las autopistas a partir de noviembre, o recuperar el carácter global de la asistencia médica, entre otros, son enunciados  cuyo primer  fin trata de atraer el beneplácito de un gran número de votantes de diferentes colectivos para recuperar  el terreno electoral perdido por el partido en los últimos años,  especialmente cuando solo quedan dos  para el final de esta legislatura.

Resulta absolutamente legítimo  que el gobierno dirija su gestión a mejorar las políticas sociales y económicas de los españoles, pero, está claro, que todas estas estrategias deben financiarse convenientemente y nunca traspasando las líneas del compromiso adquirido con nuestros socios europeos con respecto al nivel del déficit estatal.  Por tanto, en su caso,  la única vía factible para atender todos estos objetivos sin desequilibrar más las cuentas públicas solo deja la posibilidad de recurrir a la subida de impuestos como ya ha apuntado alguno de los ministros implicados.

Nadie es ajeno a las repercusiones que el incremento de los impuestos generales tiene para la actividad económica y para la creación de empleo porque, aunque esa revisión sólo abarque a las rentas más altas, como parece indicarse, son éstas precisamente las que tienen mayor capacidad de consumo, lo que generaría, inevitablemente, efectos indeseados en esta variable, sobre todo si tenemos en cuenta que a la vuelta de la esquina,  se anuncia ya la subida de los tipos de interés,  prevista para octubre de 2019, que detraerá más poder adquisitivo para los bolsillos de los hogares, como ya se está dejando notar mediante el goteo al alza que en los últimos días está registrando el Euribor, teniendo en cuenta, además, el encarecimiento del precio de las gasolinas.

Es verdad que, como esgrimen las fuentes gubernamentales,  esas necesidades de  recursos para financiar esos proyectos pueden encontrar abrigo en impuestos específicos que salvaguarden el incremento de los generales, como el impuesto a la Banca, a las transacciones financieras o a las tecnológicas, o los derivados  del   incremento  exhaustivo del  control del fraude fiscal y/o laboral,  pero,  en cualquier caso, ni serán suficientes ni su aplicación tendrá un efecto tan inmediato que palíe la premura con que se están planteando. 

En resumen, mucho nos tememos que quien termine pagando los platos rotos del sobrecosto estatal enunciado no serán precisamente y exclusivamente ni los ricos, ni los bancos y, ni siquiera, las tecnológicas, sino el conjunto de la sociedad.

 

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