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Circulaba una convicción  entre los Padres de la Iglesia: el mundo había sido creado  en primavera, en pleno renacimiento de la vida.  Erraban. Todo comenzó, en Nochebuena,  cuando la Palabra irrumpió luminosa, desde las entrañas de azucena  de una virgen galilea,  en una cuadra, oscura y hedionda, porque no había una mísera yacija  en la fonda para albergar a aquellos desposados viajeros. Nació la luz  del mundo tras momentos de calma y éxtasis, en el  delta de la tarde, cuando  las hogueras del ocaso recubrieron,  con una pátina de orín celeste,  la orla de una   noche  engalanada en su cénit   por un lábaro,   plateado y sobrecogedor, con forma de estrella peregrina. Dios irradió nuestras tinieblas. Un pequeñín, de cuerpo gordezuelo y rubicundo, yacía entre las pajas del pesebre contemplado por sus padres terrenos,  cuyo corazón albergaba  tan profundo arcano  con recogimiento, asombro y mudez. Convocados por huestes angélicas llegaron los pastores belenitas; muchos, hombres sencillos y piadosos, otros, jayanes  atrabiliarios respetados y hasta  temidos; todos atónitos  ante el sublime prodigio. Descubierta su cabeza, de hinojos  sus cuerpos, hendidos sus corazones,  silente su boca  ante la presencia del celeste infante, por  cuyo rostro esplendente,  iluminado   al compás de un delicioso temblor palpebral,  crepitaba el  el incendio de unos  ojos   en cuyas pupilas  estaban trazadas   las veredas del  Tiempo.

En ese eterno instante comenzó  todo. Hasta los historiadores no creyentes,  que evitan en sus escritos académicos la frase “antes de Cristo”, mutándola  por “antes de nuestra era” —lo que no deja de ser lo mismo—,  siguen fijando el comienzo del nuevo devenir humano para tal acontecimiento. Su ceguera se ilumina   para reconocer  que ese momento sagrado parte en dos nuestra memoria. Porque resulta  ineluctable esa llegada anunciada por la voz de  antiguos profetas.

Amaneció para siempre. Dejemos a los poetas y a los amantes  cantar la  hondura  de la noche. Ahora ya es de día; luce el sol que nace de lo alto. Nació un hombre distinto, peligroso por el hecho de serlo. A partir de ese instante no admitirá tibiezas su presencia, ni su palabra, ni su vida entre  nosotros, o su pálpito resucitado. O estás con él o en su contra. «No penséis que he venido a traer paz a la tierra. No he venido a traer paz, sino espada…»  —dijo en una ocasión—,  duras   palabras que recogiera Mateo,  el publicano.

De esta forma  en cada diciembre se cuenta idéntica crónica  por “los Jaenes”. Pero,  año a año,  se desvirtúa  un poco más el hecho trascendente para paliar su fulgor camuflándolo entre deseos humanos, repletos de corrección política,  que pretenden robarle protagonismo a esta fecha mágica y entrañable. Avanza la descristianización con tan  sutil táctica modernista que pretende cambiar la fe en Cristo por un humanismo ateo y ecuménico, cajón de sastre donde quepa cualquier tipo de consigna  envuelta en amable celofán.  Surge una nueva religión; la de un Jesús permisivo,  ecologista y buenista, maestro de laxa moral, del que se apropian todas las banderías, agnósticas y creyentes, para reconstruir su persona divina a la manera humana, postmoderna, que se estila en este tiempo blando, confuso  y  decadente. Es una estampa interesada, limitada, adaptable, incompleta, inocua, variable, equívoca, amable, no molesta para nadie. La masa no piensa, siente; es fácil convencerla con imágenes precisas.  Por ello se camufla el sufrimiento de su pasión, se oculta con cuidado  el símbolo de su Cruz redentora para no herir a los no creyentes, se adulteran con astucia sus palabras de fuego para construir diálogos,  almibarados   y hasta  falaces, que parecen extraídos    de un libro de autoayuda,  de los que tanto consume la multitud alienada de la época en estos tiempos de pensamiento débil. Pero Él  es  verdad desnuda e intemporal, palabra que aniquila, látigo que hiere,  fuego que consume, rayo que alumbra tinieblas. Él es exigencia de vida, revividor de cadáveres, vomitador de tibios, estandarte de amores y pasiones eternas. No es  un ideólogo al uso, ni un globalizador del pensamiento; tan solo el Hijo de Dios hecho hombre.

La ciudad luce mortecina  sin  demasiados símbolos católicos que pregonen  el acontecimiento. Se celebra una fiesta indefinida, mitad alegría impostada, la otra velado   dolor profundo; angustia desencajada camuflada entre compras compulsivas,  ridículos gorros color  rubí, de blancos  pompones, regalos sin alma, atracones de olvido,  risotadas amargas y soledad inexpresable;  desesperanza de acíbar  que no se puede ocultar —aunque se intente—, agudizándose   estos días, porque no es ese el sentido de   fiesta  tan gloriosa, y una voz interior así lo advierte. La  verdadera Navidad   produce vértigo a las gentes amodorradas; a los muertos vivientes. Dios nos mira cara a cara, desde el portalico. A muchos les produce pavor sostener su mirada.

Vuelve el Niño Jesús  a la tierra jaenera donde siempre se le ha recibido con ilusión desbordada. Marcan huellas de amor  sus pies de niño  por las margosas plazoletas, encaladas de luna,  de   olivares ubérrimos;  árboles de navidad de la tierra  vestidos  con zarcillos de alabastro rebosantes de  limpio aceite que será, en pocas jornadas,  guardado en las alcuzas de cada hogar jaenero. Trepa las peñas calizas y arriscadas  de nuestros alrededores, contemplando,  desde tan altos oteros, unas  estampas tan  bellas  que le hacen estremecer de amor. Pasea nuestras calles pobladas  de fragores horrísonos, diseñadas como alargados  y repletos garajes. Atraviesa  plazuelas, antes ágoras de convivencia ciudadana, ahora anárquicos  trasteros de mobiliario urbano y botánico. O arterias medulares   cuajadas de paneles  que cuentan variadas historias, por cuyos recovecos, luchan los albos espadachines, patinan gráciles cinturas, esbozan gráciles  bayaderas  lúbricas danzas del vientre, o desfilan saltimbanquis, con nariz de payaso,   contando  historias sin alma, en las que no se relata la esencia primigenia de esta noche entrañable.

Pero Él no se asombra. Visita este pago desde la eternidad. Conoce las mutaciones del pensamiento humano. Ha contemplado momentos distintos de   nuestra historia, por eso  sabe que el jaenero  es el mismo,  aunque,  a veces, esté embotado, abrumado de consignas, anestesiado de proclamas, hambriento  de un amor, de una paz,  de una igualdad  y de una felicidad de las que le parlotean, sin descanso,  variados orates vendedores de humo,   pero  que él no alcanza a columbrar en su horizonte vital. Ignora  que aquello que busca, a ciegas,  son amores inmarchitables, verdades que siempre sean verdaderas. Y esas son poco conocidas en este tiempo en el que tan  solo resuena la voz de  la serpiente edénica: “se os abrirán los ojos y seréis como dioses…”

Va el niño divino  caminando por Jaén de Judea. Le sigue pareciendo ¡tan hermosa!…  También en su día pateó los adoquines de  las pinas   callejas tapizadas de un légamo  pestilente, o los arabescos de elegantes  solerías  de antiguos palacios en cuyo recinto danzaban, bajo el artesonado,   nobles de alta prosapia, ataviados de  calzas y jubones ajustados,  con las  entrañas ahítas  de suculentas pitanzas,  mientras,  tras los ventanucos de los barrios altos, partían  los humildes su  mendrugo de pan de cebada mojado en gachas claras,  y remojado con un vino imposible de libar sin gesto agrio. Nos visitó  asimismo en tiempos de guerra, cuando la mitad de los jaeneros odiaba a la otra mitad, para lo cual siempre hay razones, por nimias que sean: cartagineses contra romanos, moros contra cristianos, franceses contra españoles, absolutistas contra liberales, carlistas contra isabelinos, rojos contra azules…. Todavía prosigue la discordia  y es imposible el olvido porque nadie quiere apagar las hogueras sino avivar sus ascuas con el más nimio pretexto. “Yo perdono, pero no olvido…” —dicen—; es decir, nunca acaban de exonerar las culpas ajenas. Un tiempo en el que se  reclama igualdad a toda costa pero se vocean y exhiben,  a diario,  diferencias insalvables. ¡Qué triste paradoja!

Y llegó Jesús, también,  en los años de mi niñez, paseando el romántico bulevar   que terminaba  en  la estación del ferrocarril tras la que se abrían huertas feraces,  regadas con aguas negras, custodias de restos de otras culturas, porque esta tierra  bendita, de bellezas incontables no bien  reconocidas,   siempre fue elegida para ser poblada con ilusión,  y amada con olvido de uno  mismo y entregada pasión, y no  vivida con notoria  apatía o desapego. Y rodeó, por el oasis de la  plazuela,  la plañidera languidez de aquellas palmeras que abanicaban la noche sembrando para siempre  de sueños celestes  las almas de algunos   niños jaeneros  que, de puntillas,  sentían escalofríos contemplando la encantadora postal, embriagados de un amor asombrado,  tras el  vaho invernal del cristal de sus balcones. Y volvía a subir a los barrios altos donde tantos jaeneros se quitaban el hambre, la soledad y el olvido,  a manotazos desesperados, esperando tiempos mejores. Y se hacía niño de alabastro, sonrosado y melifluo  en los múltiples “nacimientos”  que los jaeneros erigían para que no se olvidara jamás el misterio de su llegada. Y allí cantaban villancicos de la tierra acompañándose  de instrumentos variados: almireces, zambombas, carracas,  cascabeles, panderetas y botellas de anís, sobre las  que se   marcaba el ritmo de tan tradicionales coplas de amor jaenero  al recién nacido que todo lo observaba en su invisible plenitud:

“Si el niño tiene frío /y no tiene chaqueta / yo le daré la mía /aunque no esté muy  nueva./ Que ron ron /que del alma ron ron…”

Y en tantos años nadie lo veía. Pero muchos vecinos  presentían  el terciopelo de sus pasos. Mejor así. Si se hubiera manifestado alguna vez, su presencia hubiera resultado turbulenta. En una ciudad de reducidos límites y estrechos e irrefutables dogmas y prejuicios,  conviene que nadie destaque por lo bueno o por lo malo, porque, si lo hiciera,  no sería bien acogido. Mejor presagiarlo sin verlo. Llevarlo en los hondones del corazón. Vocear su palabra sin descanso. Cantar su gloria. Gritar de asombro y gratitud ante el mensaje de su nueva llegada que nos transmite una realidad, que normalmente yace velada en nuestro santuario interior, aunque nos lance señales continuas que no queremos reconocer, por miedo, comodidad o rigideces ideológicas. La realidad de lo sagrado. Esa presencia inapelable que la cultura moderna ha cercenado con cuidado en el ser humano haciendo de él un despojo que no sabe que lo es, aunque el horror al vacío clame en su interior   con lacerantes señales de alarma. Porque el hombre moderno ha roto con lo sagrado, pues  así  lo han decretado los pensadores de este tiempo que desprecian el hemisferio derecho cerebral sin saber que sentir, creer, soñar, crear, barruntar, amar, imaginar, adivinar, intuir, poetizar la existencia, es una forma preclara y necesaria  de consciencia. Sin darse cuenta que las matemáticas y el mundo onírico se dan la mano,  y el Universo cabe  en cada bolsillo humano, fluyendo  a diario por el  vibrante y  bermejo rumor  de  nuestras arterias coronarias.

Vuelve a nacer Jesús en Jaén. ¿Dónde si no? Ya lo había hecho mil y una noches antes en este prodigio moruno y encastillado. Muchos ignoran el acontecimiento, porque lo desconocen. A otros les resulta indiferente, pero  algunos  lo esperarán con el ánimo encogido.  También nace para el Hombre  encanijado de esta época que,  con toda su ciencia a cuestas, rebosante de dogmas prepotentes y paradigmas inapelables, vaga en  plena catástrofe cultural  y humana, pero,   en el fondo, vive angustiado, abatido su espíritu por una colosal  hambruna  de trascendencia que oculta entre risas huecas, diversiones inocuas y tajantes proclamas  de progreso.  

Seamos niños. Jesús decía que había que serlo para heredar el reino de Dios. La infancia es el tiempo feliz y confiado de las posibilidades ilimitadas. Por eso contemplemos, con ojos pasmados,  el ocaso de jacinto y púrpura que pinta los montes,  aserrados y bravíos,  que nos protegen, y , rebosantes de alegría, acudamos al portal de la memoria para  recibir, como un don celeste, la llegada de la luz.

Es Nochebuena. La virgen ya ha roto aguas. Tiembla el señor san  José. Está  tan agitado que no sabe exactamente qué hacer. La soberbia estrella bruñe  con su plata límpida   el olivar fecundo. Ya están los Magos a un tiro de piedra. Fijan su mirada, entre las sombras,  mochuelos herméticos. Ladra algún perro lejano. Duermen   gatos de terciopelo ronroneando sobre el capacho aceitunero. Noche profunda. Soledad sonora. Aguarda Jaén, arrebujada en su  sencilla y profunda  belleza. De pronto  una copla,  entrañable y añosa,  resuena por alguna calleja, con olor a siglos,  cantada por voces limpias con un torrente de amor apasionado que dilata,  impetuoso,  sus  corazones jaeneros:  

                       

En tu frente divina

una corona he de poner

porque dice tu madre

que el rey del cielo

tienes que ser.

¡Ay li, ay le!

¡Ay li, ay le!

Para mi Manuel,

para mi Manuel.

 

Navidad 2017

 

Foto: Belén napolitano instalado por la Caja Rural de Jaén.

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