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Parece el título de una novela de un imaginario Hércules Poirot jaenero nacido en la calle Hurtado, fumador de cigarros emboquillados, dueño de un recortado bigote cincuenteño, melifluo carácter y ligera cojera en sus andares parsimoniosos del  Ángelus  camino de la taberna del Virutas. Pero es algo mucho más real y preocupante. Un problema que nos afecta a todos y que voy a intentar expresar en esta entrega de mi artículo para el blog de Antonio Garrido.

Las veredas del monte asilan mis  pasos, algo más lentos que de costumbre, pues no quiero forzar demasiado la hernia inguinal que me abandonará en poco tiempo. Es otoño,  aunque el veranillo de san Miguel —el verano de san Miguel faltará muy rara vez, dice el refrán—, se encargue de enmascararlo con una calidez, por otra parte bastante usual en este momento del año. Resiste a su muerte el  aguerrido estío en un octubre acogedor, pese a que los madroños arrebolen los matorrales, y las nueces pierdan su envoltura coriácea reclamando su recogida. Comienza a insinuarse el ocaso escarlata del zumaque en las lindes. La luz ha cambiado; resulta más contrastada. Es otoño, y se nota —pese al calor diurno—, en el helor reinante bajo el cielo balizado de  estrellas fugitivas que hace estremecer mi cuerpo, en el parto del alba, mientras emprendo con ardor hoplita la ruta de pinas cuestas margosas que conducen a la villariega Cueva del Contadero. El recorrido, cada día es mutante; por veredas pedregosas cotidianas, por sendas descubiertas entre los olivares, o desvirgando trochas inimaginables, pobladas de majuelos y zarzamoras, cuyos frutos me encargo de recolectar con pausada liturgia,  antes de engullirlos con la misma fruición  que de niño cuando, en el Parque de la Victoria, comprábamos tales delicadezas en un puesto ambulante en el que también nos surtían, por una moneda de aquellos “dos reales” de agujero central, de un canutillo de caña con que disparar el hueso de la majoleta al cuello del arrapiezo enemigo, o al compañero de pupitre del otro lado de la clase maristeña, camuflándonos convenientemente, con la tapa del pupitre, de la vigilante mirada del hermano que controlaba la hora de estudio para que no se moviera una mosca. Pero alguna vez era atrapado en plenos ardides bélicos, y oía la lapidaria admonición: “Guixá ¡de pie!; media hora de plantón de cara a la pared, y al terminar la jornada te quedarás hasta las dos”. Y con alguna risa cómplice de soslayo me disponía a cumplir el castigo, entre la chufla contenida de los compañeros, cuyos risueños y sincopados  sollozos podía oír a mis espaldas.

Escalar estos parajes cada orto solar me recuerda las  añoradas excursiones  con mis alumnos de los sábados. Trotar a muy buen paso, desde Jaén, por el puente de la Sierra hasta casi las umbrías profundidades de Otíñar, para remontar después el cerro Matilla, y quedar, tras la penosa subida, embobados al contemplar el caserío villariego. Éramos dueños del tiempo y el espacio por las alturas arriscadas del Salto de la Yegua,  bajando después, tras reponer fuerzas,  junto a la fuente del Contadero, trochando a la carrera, dando trompicones entre alhucemas, jaguarzos de flor sonrosada, hiniestas solares, zamarrillas y matagallos, tratando de ser los primeros del grupo, rodando a veces por la empinada senda en busca del pueblo y de las aguas frías, tonificantes, del pilar urbano, al  final de la vereda. O ganar Jabalcuz por su cara norte, y descender libremente, cuando no había cotos ni cercas que lo impidieran,por el imponente Barranco de los Puercos, en ocasiones, y, otras, cruzando La Loma de las Chozas, o la Nava de Majadahonda, poniendo rumbo al pueblo por los campillejos abiertos en los olivares, no sin haber reposado unos minutos junto a la deliciosa Fuente Bonilla, o en la vieja alberca del cortijo donde algún valiente  chapoteaba  sin miedo al intenso verdín o a alguna que otra inofensiva culebra de agua que salía de estampida al ventear nuestra presencia. Y, en ocasiones, subíamos al Cerro del Viento, mirador formidable del olivar  marteño y de las serranías subbéticas de Ahillo y Caracolera; pago privilegiado de feraces tierras areniscosas y abundantes aguas freáticas, el que convoca las miradas villariegas pues, brincando su relieve panzudo nos llegan los vientos ábregos que nos regalan las ansiadas lluvias que fecundan el olivar. Su cumbre es mirador de infinitos  desde donde se divisa, en lontananza, hasta la fortaleza de la Mota de Alcalá la Real. Después volvíamos por la Loma del Encinar, atajando por la Loma del Pino, o ascendiendo a la pirámide margosa del Cerrajón para bajar al pueblo en busca de una refrescante cerveza helada con su humilde pertenencia que nosotros mejorábamos con algún resto hábilmente rebuscado en la mochila.

Pero ahora el campo, en estas y otras épocas del año, es un horrísono taller mecánico, un vesánico recinto de fragores sin cuento donde reinan las sopladoras que barren el  suelo del olivar para hacer más limpia la recogida del fruto. Pero, al hacerlo, también se despoja del mismo su horizonte de humus más superficial que mantiene toda la cadena trófica, con lo que se cercena la vida desde la etapa microscópica hasta la más desarrollada. Con estás técnicas se ha perdido más suelo fértil en estos años que en los dos últimos siglos. Si a ello sumamos la acción nociva de plaguicidas y herbicidas —aplicados siempre en exceso—, amén de los abonos químicos, se comprende el deterioro de la tierra y la contaminación de los acuíferos de la zona y las posteriores surgencias. Por otra parte la ausencia de suelo provoca la erosión de las pendientes, perdiéndose toneladas de tierra feraz cada año en nuestro olivar. La despojada cubierta vegetal acumularía el agua evitando la escorrentía de la misma y favoreciendo su infiltración.

Pero en esta botica olivarera, en esta droguería incuriosa, solo pueden verse suelos desnudos, abrasados de productos químicos; taludes descarnados por procesos erosivos. Los herbicidas reducen casi al completo la materia orgánica y las posibilidades de cualquier tipo de vida decrecen, con lo que mueren también las raíces superficiales de la planta. Decadencia vital en el campo jaenero. Hemos roto el vetusto vínculo entre  olivar y  la ubérrima  vida silvestre; la perfecta armonía que siempre ha existido entre ambas.  Ahora no es un bosque rebosante de latido vital, sino un polígono industrial,  un laboratorio químico, una cartilla de ahorros en  el banco más cercano. El olivar vive artificialmente. Pero es un cadáver viviente.

Murió la vida. No hay rastro de  pequeños roedores, culebras, erizos,  aves de cualquier tipo… No se ven ratoneros, perdices, zorzales, currucas, cucos… Está mudo el mochuelo,  hermético vigía bajo las estrellas, del sagrado bosque olivarero. Nada vivo hace sonar su voz. Solo un silencio cortante, funerario, hasta que arranca el motor cercano de otro artilugio mecánico. Sinfonía campestre postmoderna. 

En vano busco rastro de vida. En las dos horas de mi paseo tan solo me he topado con una bandada de grajos de destemplado graznido, y algún grupo de chovas piquirrojas que volaban desde sus posaderos nocturnos en los riscales próximos. Ha muerto el olivar. Por eso le oficio un triste memento de recuerdos añosos, con un nudo en la garganta que me rompe el alma al ver en qué ha quedado convertido. Porque antes no era así…

Recuerdo mis veranos de la infancia, en la casería jabalcuzqueña, cuando acompañaba a Manuel —mi sabio y querido Manuel—, el casero, a sus  esforzados trabajos agosteños de cavar los pies a las olivas, desvaretar los tocones de la planta, y hacer los ruedos con azada y cánticos apaches. Él me había fabricado un arco de bambú, con sus correspondientes flechas del mismo material embutidas en airoso carcaj, y una escopeta de caña realizada artesanalmente a golpe de navaja, olor de tabaco económico y sabios consejos. Mientras faenaba, calada la cabeza de un destartalado sombrero de paja, entonando cantinelas medio moriscas, inidentificables, que a mí me parecían partituras angélicas, yo me ocupaba de avistar cualquier vestigio animal, terrestre o alado, al que apuntar con mi arco —casi nunca alcanzaba el blanco—, o con mi inofensiva escopeta de  bambú. Más tarde, en las pausas del mordisqueo del canto de pan y aceite de media mañana, entretenía en anotar en una libreta las piezas que había ojeado en  las dos o tres horas de “caza menor”. Recuerdo —siempre he gozado de buena memoria— que cada día al menos había tenido en el objetivo casi cien pájaros de distintas especies; verderones, colorines, carboneros, cuellirrojos, tórtolas, perdices con sus pollos, abubillas, currucas, zarceros de las lindes, collalbas, lavanderas alzacolas, además de liebres, conejos, o alguna culebra —rara era la mañana en que no se veían salir trazando vertiginosos arabescos desde sus escondites cuando sentían las vibraciones próximas—. Nada que decir de cigarras, grillos, mariposas, libélulas, insectos de todo tipo, ratones de campo, topillos, escolopendras, aceiteras y otras lindezas ocultas. Era otro mundo. La vida bullía en el olivar. Y Manuel, mientras  restauraba la colilla de un celta corto que había quedado asténica de tanto chuparla, me decía con su sonrisa más abierta: “Esto es el campo, Ramoncito, “labra profundo, echa basura y cágate en los libros de agricultura”. Pero, sobre todo, hay que cuidar de él como si fuera un tesoro”… Al oír la sentencia, como un hierro candente, se  grababan en la mente esas palabras de un hombre que no era propietario del olivar, pero lo quería como si fuera algo muy suyo. Y  yo sonreía al recordar el refranillo que estaba grabado en el comedor del cortijo en una cerámica ubetense, pues  siempre había sentido la malévola tentación de hacer la evacuadora prueba con algún viejo libro de temas agrícolas de mi abuelo, que decoraba la estantería de ladrillo rojo del comedor abierto a la lonja.

El problema es que todos esos venenos químicos destilados en el laboratorio olivarero se incorporan al aceite en mayor o menor medida. Me decía el por entonces director técnico de Koipe —compadre mío—, en los años noventa: “Ramón esos productos químicos nocivos ya están en el aceite. Todavía no rebasan el límite permitido, pero a eso hay que sumarle los que hay en fruta, verduras, legumbres y otros tipos de alimentos…por lo tanto los sobrepasamos ampliamente en la dieta. Es  normal que aumenten exponencialmente cierto tipo de enfermedades…” Y yo me pregunto. ¿Es que no es posible conciliar el desarrollo técnico, la industrialización del olivar, con el cuidado de la tierra, los seres vivos y la salud humana? ¿Tan difícil es?

Muerte en el olivar. Bajo hacia casa pensativo. Sube el sol en el horizonte en agradecida teofanía celeste. Se acerca la feria del Rosario villariega. Unas fiestas que comienzan en el siglo XVII y XVIII con una feria de ganados que tenía lugar en  tiempo de Pascua a la que concurrían ganaderos de toda la comarca y hasta de Alcalá la Real y la misma Granada, como cuentan las viejas crónicas. Más tarde se ubican en el día de la onomástica de la patrona, la Virgen del Rosario, titulo mariano con el que se designa a la Madre de Dios tras la batalla de Lepanto, aunque ya tuviera el pueblo cristiano esa devoción desde que Santo Domingo de Guzmán, el fundador de la Orden dominica, la desarrollara  en el siglo XIII. Bullicio y algarabía para los habitantes de este pueblo de las aguas frescas, cristalinas y abundantes, o de los altos y quebrados voladeros  calizos cuyos perfiles encogen el ánimo y empequeñecen, de los dilatados bosques de olivos que escalan las alturas en todas direcciones. Nuestro olivar; venero de tradición y riqueza, gran señor de estos contornos, aunque ahora estén ayunos de vida animal y vegetal. Llegan las fiestas de esta villa fundada en el siglo XVI, en tiempos del emperador Carlos V y su madre doña Juana, repoblación que se hizo con trescientos vecinos la mayoría de los cuales eran labradores de Jaén, algunos de ellos, dicen los viejos legajos, de origen morisco, para obtener años más tarde, el título de villa independiente de la tutela de la capital, en tiempos de Felipe II  Los Villares quedó  bajo el patronazgo de la Virgen desde septiembre de 1.781 cuando se funda una Cofradía que se denominó: Congregación y Compañía de Soldados marianos del Santísimo Rosario. Aquellos pioneros cofrades, labradores, pastores, artesanos, molineros y ganaderos de casta, mantuvieron la devoción a la patrona a través de los siglos, encargándose desde un principio de conseguir que las fiestas en honor de la Señora tuvieran la brillantez y esplendor debidos, por lo que durante el mes de septiembre  comenzaban  sus colectas, alboreando el día, cuando aún no habían apagado por los cielos la candela de Venus, el lucero matutino. Y tras tomar su  carnerete, sencillo y estimulante desayuno de la época, marchaban, a lomos de dóciles borriquillos, o a  dura suela de albarca, por el pueblo y cortijadas cercanas: Las Cabilas, Olivillas, Bonilla, Los Petrolos, Don Juan, Cobatilla, la Beata, Los Pesebres, La Majá del Sol, Las Higueras, Los Poyos, Córdoba, la Yedra, la Teja…  y tantas otras,  recogiendo trigo, alimentos diversos o reales de vellón, para que nada pudiera faltar  en esos días festivos en que los labriegos de la tierra dejaban sus quehaceres cotidianos para lanzarse a las calles y divertirse sanamente, algo tan necesario para cualquier colectivo  y que forma parte de la propia esencia del ser humano.

Ya se  ven por la carretera las largas caravanas de los feriantes que comienzan a llegar al pueblo en incesante trajín, desde las alturas del Portichuelo, o Puerto Viejo, o  viniendo desde Martos, cruzando las huertas del Moro,  el cortijo Juan y Los Almendros, con sus remolques  repletos de bártulos con los que montarán las atracciones que divertirán a los más pequeños, los puestos de turrón y de quincalla o las churrerías y chocolaterías cuyos productos entonarán los cuerpos en la madrugada, algo rotos por algún comprensible exceso etílico. Y, aunque sea por una vez, se mira al cielo pero para pedir que siga sin llover, pues ya habrá tiempo de eso en la otoñada. Y se bailará la jota villariega y se anunciará la Navidad cuando alguna persona de edad avanzada se atreva a entonar el viejo y picarón villancico que dice: “A María Zambullo/ por ser tan curiosa/para freír un huevo/se puso en pelota/Le saltó una chispa/ en el ruiseñor/ A Belén pastores/que se le quemó…”

Días más tarde llegará la feria de mi Jaén, y muchos villariegos se harán capitalinos estos días para disfrutar de unos festejos renovados y distintos, fiestas que tanto necesitamos y deben conservarse sin perder su esencia prístina. Porque un pueblo sin memoria es un pueblo muerto, un pueblo sin futuro. Eso es lo que ocurre hoy a nuestra sociedad, que nos estamos quedando sin raíces, y en brazos de una pretendida y dudosa modernidad nos hemos despojado de lo mejor de nuestras costumbres, para adorar las foráneas con los ojos en blanco, olvidando la sublime riqueza que tiene esa españolidad de tanta solera que hemos heredado, tan colmada de valores, tan rica en costumbres inigualables, pero tan ignorada, repudiada, desdeñada, muchas veces por ignorancia, otras por mala fe, en estos tiempos de renuncias de la propia identidad histórica de nuestro ser español.  

El olivar se nos ha muerto. Da cosecha cada año, pero se ha quedado sin latido vegetal o animal. Algo habría que hacer para repoblarlo de la vida que tuvo desde que los fenicios trajeran las primeras plantas en sus ágiles y tan marineras embarcaciones. Alguien debería, de una vez por todas, dirigir ese proceso de restauración al completo del sagrado bosque olivarero. Devolverle la vida que le hemos robado. Repoblar de nuevo ese tesoro que nos distingue en todo el mundo porque es santo y seña de nuestra mejor identidad. Porque si lo dejamos extinguirse del todo, también, de alguna forma moriremos nosotros mismos. Y lo haremos como ignorantes, como cobardes por haber perdido el honor de no saber conservarlo.

                                     

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