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Semana abrileña de humedades atlánticas en pleno confinamiento. Hace días que he desconectado de cualquier información de los medios, intoxicado de tanto adoctrinamiento, tanto bulo, tanta mentira, tanta banalidad ante el dolor, tanta y tanta memez. Solo atiendo a amigos, veraces y cercanos, o a informaciones técnicas contrastadas. A pesar de ello no puedo aburrirme. La preparación de varias asignaturas de la UNED, mi Bach cotidiano, mis Beatles de siempre, mis lecturas y relecturas —estas últimas sabrosísimas; Borges decía que “a partir de cierta edad solo conviene releer”, pero, claro está, para releer antes se debe  haber leído—, mis circuitos, atléticos y titánicos, por el  jardín  de casa convertido en Estadio Olímpico —aunque sin altar a Deméter—, mis fugaces, pero enjundiosos y liberadores paseos caninos, mis cafés virtuales con personas especiales, mis conversaciones telefónicas con mis hijos, o con amigos queridos, y la escritura de temas diversos ocupa la plenitud de mi tiempo. Estoy sereno, pero preocupado por la inseguridad del futuro que se avecina. Más que nada por los más jóvenes que ya debieron afrontar los horrores de la nefanda crisis anterior, para ahora tener de nuevo que cargar con las penurias de la que se avecina.

Este domingo es fecha entrañable para el jaenero. La Romería de Nuestra Señora de la Cabeza, patrona de la Diócesis, que en esta ocasión no podrá celebrarse por culpa de la pandemia que nos asola, y que Dios ha permitido quizá para hacernos replantear nuestra actitud cotidiana. Siempre recuerdo una frase del genio Ramón María del Valle-Inclán, cuando  en sus “Luces de Bohemia” pone en boca del inolvidable personaje Max Estrella la siguiente sentencia: “La miseria del pueblo español, su gran miseria moral consiste en su chabacana sensibilidad ante los enigmas de la vida y de la muerte”. Creo que si viviera ahora el inefable y genial gallego no habría cambiado mucho de opinión en cuanto a su aserto. Porque, en estos tiempos, el lacerante drama que sufrimos está camuflado, almibarado; revestido de aplausos y de un sinfín de consignas borreguiles voceadas por los medios para evitar que el rebaño se plantee honduras, rebeliones o trascendencias que no vienen al caso. Recordemos que Noan Chomsky, el famoso lingüista y filósofo americano de origen judío enumeraba algunas de las estrategias de manipulación mediática que podían usarse para dirigir la opinión de la muchedumbre. Entre otras, distraer con temas triviales sacados de la manga en el momento preciso, como un hábil ilusionista, que nada tienen que ver con el núcleo primordial de la cuestión. Idiotizar al personal haciéndole creer que ser estúpido, vulgar y mediocre es una moda conveniente en tiempos de dolor lancinante. Tratar a la gente como si fueran niños de pecho. Fomentar que sus reacciones ante el drama sean más emocionales que críticas. O procurar, hábilmente, que lleguen a deprimirse, para inhibir de esta forma sus acciones…Pero, volvamos al tema…

¡YA VIENE LA COLOMERA!

La devoción a la Virgen de la Cabeza en nuestra ciudad se pierde en la calima del tiempo. Ya en 1528 se erigió en la ermita de Nuestra Señora de Belén la cofradía de la Virgen de la Cabeza, más tarde trasladada a la ermita de san Cristóbal, junto a la Alameda, cercana a los bellísimos miradores de nuestro arriscado y olivarero sur jaenero. La ermita pasó más tarde al convento de Capuchinos donde la imagen presidía el retablo mayor de su iglesia. Pero la vida es mudable, y la cofradía se extinguió durante muchos años hasta que algún devoto la refundara con nombre distinto, y peregrinara al Cerro un cortejo jaenero presidido por dos estandartes, uno de damasco blanco y otro, rojo, amén de varias banderas. Se transmitió, de padres a hijos, la pasión romera a lo largo del tiempo. La actual cofradía jaenera, reorganizada en 1931, hereda las glorias pasadas. Lleva años renacida y pujante. Tiene  su sede en la Parroquia de Nuestra Señora de la Merced, y mantiene palpitante en la ciudad el amor a la Madre serrana. Un cariño que jamás ha decaído en el entorno provincial. Tanto es así que en 1959 la Morenita fue nombrada patrona de nuestra Diócesis, por Juan XXIII, mediante su Bula Studium et cultus.

Días tibios, floridos, húmedos de abril. Evoco con cálida añoranza aquellas tardes de la infancia  pasadas en mi casa de la Plaza de las  Palmeras, cuando abordaba los deberes del colegio —entonces no pasabas de curso gratis—, con una cancela entreabierta, sobre la que se cruzaba la artística palma de ramos, y por cuyos resquicios se filtraba de rondón la pujante primavera, mientras un mazo de violetas florecía por los arrabales del cielo. De repente, mi corazón  se encrespaba al percibir en la lejanía los entrañables y singulares compases del tambor, y el estruendo de la cohetería que pregonaban la entrada en la ciudad de la cofradía de Colomera. Volaba entonces por el pasillo de la espaciosa casa gritando con ansiedad: —¡Ya viene la Colomera, ya viene la Colomera…! Mi madre, alertada por mis gritos, se echaba la rebeca sobre los hombros, pues todavía reinaba cierto helor en la atardecida abrileña, y me daba la mano  para bajar más aprisa los escalones con tal de ganar la primera fila para presenciar el paso, colorista y vibrante, del sencillo cortejo —no me conformaba con verlo desde arriba—, que entraba a la ciudad por la Puerta Barrera, y accedía a la plaza por la desaparecida y estrecha calle Julio Burell. Me conmovía al contemplar la elegancia de los estandartes, la oriflama multicolor de las altas banderas cuajadas de ricos bordados y amplios rosetones en los que nacía un selecto muestrario de cintas multicolores, la seriedad impasible, de rostro atezado y traje de domingo, de los capitostes cofrades, con sus anchas bandas cruzadas sobre el pecho, apoyados sus andares majestuosos, faraónicos, sobre los largos cetros. Las palmeras de la plaza abanicaban con delicadeza el caudaloso delta de la tarde sobre el que vagaban ingrávidos coros angélicos tejiendo una corona de lilas de abril para la virgen serrana cuyas glorias cantaban los cofrades granadinos al llegar a esta tierra. Ascendían los cohetes con enervante y fugaz seseo  brotando, al estallar por las alturas, blancas y livianas nubecillas de algodón que pronto se disipaban como un breve sueño, mientras el estruendo de la explosión amilanaba a golondrinas y vencejos; flechas certeras de alas de guadaña que herían con su afilado vuelo la devota  plegaria del ocaso. El cortejo bajaba por Roldán y Marín, frente al antiguo cuartel de la Guardia Civil, que devino, en 1962, en bloque de pisos en el que viví muchos años. La comitiva recalaba en la posada Santo Rostro situada en la calle “del Rastro”, secularmente llamada calle “del Matadero”, donde reposarían de su periplo los romeros granadinos tras compartir un refrigerio con sus hermanos jaeneros. Al día siguiente desfilarían por la ciudad, en el radiante esplendor de la mañana, para acudir a San Ildefonso y rezar la salve ante la Patrona, y, más tarde se postrarían en la Catedral ante la reliquia del Santo Rostro. Marcharían horas después hacia Andújar ambas cofradías, Jaén y Colomera, hermanadas en la fe y la devoción mariana.

RUMBO AL CERRO

Hubo años en que mi familia al completo peregrinó al Cerro. Mi abuelo fletaba un camión de la fábrica de harinas, conducido por el entrañable Periquito, en el que se hacinaba toda una variada impedimenta, amén del suministro y el cortejo de fámulas que constituían alegre y risueño coro; una ruidosa algazara en chispeante holganza por salir de la monotonía de la faena cotidiana. Los demás marchábamos en varios taxis de la parada de Fernández, en la Plaza de las Palmeras, porque mi abuelo siempre se había negado a poseer coche propio, desde que, a los pocos días de iniciarse la Guerra Civil, un comité popular le “tomó prestados” los dos vehículos que aparcaba al pie de su vivienda en el segundo piso de “Casa Antón”; el viejo y tullido Chevrolet que usaba para bajar a la fábrica, y un  flamante Studebaker que, lógicamente, no volvieron a ver jamás —es el inconveniente de los préstamos forzosos—, ante el desconsuelo de mi madre que tenía recién obtenido su carnet de conducir.  

¡Rumbo al Santuario! por la angosta carretera bordeada de olmos y plataneros recién revestidos de gloria, pintados sus troncos de una banda blanca reflectante de noches lóbregas. Mi corazón repicaba como un martillo de fragua. El alma en vilo. Los ojos abiertos como discos de vinilo. La mente hierofante que soñaba con desvelar muy pronto lo que me parecía un cosmos mágico, mistérico, inefable. Viajaba en mi universo, pero sin perderme ni una de las sentencias senequistas emitidas por mi abuelo en el trayecto, o las anécdotas de otras romerías celebradas en las alturas sacras y litúrgicas del viejo y granítico altar serrano relatadas por algún miembro de la familia. Y no reparaba en los baches del camino, ni en la incomodidad de una ruta por tan  descarnadas sendas, o por el trote, encabritado a veces, de aquellos acorazados y compactos vehículos con transportín y rueda exterior de repuesto, pues era un mágico periplo para mi peregrinar ilusionado con los estadales del año anterior al cuello, enfilada la proa del rugiente motor, tras atravesar las tierras de calma, hacia la cordillera donde moraba una virgen carita de bronce, ojos como impasibles esmeraldas, sonrisa inescrutable embutida en su rostrillo, devoción de nuestra tierra olivarera; hada buena ante mis ojos infantiles que recordaba emociones de romerías pasadas vivaqueando entre las peñas, cuando la abuela Isabel, ayudada por mi madre, mis tías, primos, fámulas y niñeras, extendía el gran mantel de cuadros azules sobre una mesa de piedra plana, y, en un periquete ordenaba el condumio. Entonces alegraban la vista los platos de aceitunas, la ensalada gitana, las gruesas y ahogadizas tortillas de patatas, esas que para tragar un bocado debes rezar antes un credo, o el pollo campero frito con ajos, las chuletas empanadas, los restos de chacinas de la anterior matanza, el jamón, ilustre patriarca de toda reunión campestre, o el aromático queso de cabra, todo ello acompañado de rodajas de pan de Alfacar amasado y horneado con primor y solidez artesana. Comíamos con notable apetito trasegando los mayores generosamente el manchego de la bota, y los más pequeños largos tragos de gaseosa, o alguna refrescante “citrania”, de la que guardaba el “platete”, color blanco y letras rojas, para posteriores usos en tardes dominicales que se hacían interminables tras terminar, con el largo anuncio de Vespa y el recuento de resultados finales, “Carrusel Deportivo”.  

TARDE ROMERA

La tarde era un hervidero de peregrinos. Subían, desde Andújar, los últimos grupos romeros trochando por veredas retorcidas, escabrosas, imposibles. Una fila de jacas, jinetes y lindas amazonas tocadas de elegantes catites calañeses. Alegre cortejo amenizado por coplas de fuego, rueda de volantes y soberbios piafares de jacos; una pintoresca explosión de airosos faralaes, medallas cofrades, alamares y caireles, peinas de teja…; mientras revoloteaban al cielo los pliegues de seda y oro de las  banderas como bandadas de palomas, y mi corazón quedaba prendido en un fuego desconocido.

Los recién llegados colonizaban con abrazos, sonrisas y lágrimas la explanada, cuando, en el incendio del crepúsculo, rezaba el rosario con mi abuela, mi madre y mis tías delante de la Morenita, esa aceituna bendita morena de luz de luna, en una abarrotada iglesia del Santuario, ardiente de cirios y corazones, cálida como una noche de julio, apretada en ella un gentío devoto, plañidero y silabeante, arpegiada de murmullos y llantos, de plegarias y oraciones de labios romeros, de súplicas entrecortadas; cuitas confidenciales que le hacían los que amaban tanto a esta virgen negra, morenita y pequeñita, cuya devoción ya estaba enquistada en la masa de su sangre desde que en la madrugada del 11 al 12 de agosto de 1.227, diecinueve años antes de ser ganada Jaén al poder almohade, el pastor de Colomera, Juan Alonso de Rivas, la viera aparecer ante sus ojos espantados por la luz limpidísima, y la hiriente albura que emitía su rostro celestial. Casi ochocientos años de amor y devoción mariana están impresos en la romería más antigua de cuantas se celebran en España.

NOCHE DE ABRIL EN LA SIERRA

Rememoro trémulo la llegada de la críptica, húmeda y bochornosa noche de abril. Se encendían las luces de casas y refugios existentes en la época, o los carburos ante los improvisados campamentos romeros. Bullían animadas tertulias, con músicas cercanas y relinchos apagados de caballerías, mientras una mano invisible conectaba la candelería celeste. Y el terciopelo cenital de un cielo cuajado de miríadas de velas blancas se extendía, soberbio y abismal, ante mis estremecidos ojos de niño; un arcano irresoluble y enigmático que ya por entonces me hacía temblar en su contemplación, como en las noches agosteñas, cuando, en la lonja de la casería jabalcuzqueña, me tenían que arrancar, al filo de la  medianoche, de los bancos de azulejos de colores donde me perpetuaba inmóvil, cara a un infinito crujiente de estrellas, para llevarme en volandas hasta la cama pese a mis ruidosas protestas y pataleos. Y entonces surgían los cantes populares por doquier; sevillanas, seguidillas, boleros, alegrías, fandangos; coplas de siempre:

“Morena es mi virgencica./ Morena es también mi madre./ Morena será mi novia/ “pa” que las tres sean iguales…”

De pronto, una radio conectada en alguna casa cercana, emitía a todo volumen el himno dedicado a la señora de Sierra Morena, que compusiera Miguel Rivera de la Rosa sobre un poema de Jose María Gallo, escrito en plena Guerra Civil en la cárcel de Jaén donde estaban presos músico y poeta, salvándose el poeta de milagro de subir al “tren de la muerte”. Yo lo oía  extasiado esperando el momento decisivo en que el texto definía deliciosamente a la Virgen morena  como “…un chocolatín del cielo envuelto por la platina del orillo de su manto…”, mi estrofa preferida de la oda mariana. Era el momento de temblar, agradecido, como lo habían hecho tantos y tantos romeros en madrugadas de ensueño, amor y desvelo. Se asomaba la noche como el brocal de un pozo sin fondo, como un lobo negro serrano que abrumaba el alma con sus aullidos profundos abatidos sobre el berrocal. En las alturas estallaban chispazos de plata limpia entre las nubes furtivas. Estaba paralizado el Tiempo.

Más tarde venía un cansancio supremo con su poderoso mazo aplastando mis ojos de niño, mi anatomía derrotada por el tumultuoso viaje y el aluvión de emociones vividas en la jornada; un bravío torrente de impresiones fugaces cuya danza alocada me sumergía en la inconsciencia, desmazalando mi cuerpecito inerte en la la maternal piedad de la madrugada, perdida la noción de tiempo y espacio, mientras el aire embalsamado de jaras y cantuesos, de tomillo y romero, de coplas y oraciones se insinuaba como una brisa de ternura planeando amorosa desde los alcores cercanos para bendecir mi ensueño. Entonces el blanco caserío y el improvisado campamento levantado entre los redondos peñascales plutónicos, furiosas geologías de tiempos ancestrales modeladas con mimo por la erosión, era invadido poco a poco por una densa calma; el espeso y hondo silencio del amor romero, aprovechado por peregrinos para conciliar durante unas horas el sueño recuperando unas fuerzas renovadas con que plantar cara  a las agitadas andanzas del día siguiente.

ESPLENDOR DE LA MAÑANA ROMERA

Llegaba el alba con pasos silenciosos y elegantes, océanos calmos de una ternura inasible. Rizándose por el cielo en oleadas de grácil muselina, las primeras claridades descorrían con suavidad exquisita los espesos cortinajes de la noche vencida. Pronto se elevaba el disco solar, que sin previo aviso comenzaba a caldear de veras el ambiente, sin asustarse por la presencia de gruesos nubarrones, de cobre y siena, que se resistían a despejar la alta mar del horizonte. Los últimos peregrinos ascendían las empinadas rampas con cara de cansancio y ojos húmedos de pasión romera. Entonces la Señora de la vetusta cordillera era protagonista principal de aquella misa solemne, y la posterior algarabía de rezos, flameo de estandartes al aire, vivas repetidos, cordiales, desgarrados, y cantes diversos. Comulgaban los cofrades guardando  largas y ordenadas filas, para volver a dar gracias en torno a sus enseñas más queridas. Los que estaban en la explanada debían, de cuando en cuando,  guarecerse donde buenamente podían, pues el cielo matutino descargaba aguaceros cortos e imprevistos hasta que el sol del Ángelus, bullendo impaciente en el gigantesco y luminoso cazo de la mañana, disipaba las últimas nubes para que la celeste madre de rostro de antracita saliera otro domingo abrileño en procesión, con las pinas calzadas atestadas de romeros y devotos que hubieran entregado su corazón, sin dudarlo,  a tan celestial señora. Estallaban las músicas gloriosas. La masa humana vibraba de amor, y la vitoreaban al unísono miles de gargantas que siempre la han querido más que a su propia vida. Y los niños volaban como cometas por los aires, al encuentro de la Rosa Mística aupados a hombros de sus padres  o familiares, hasta ser recogidos, con pericia circense, por los frailes sudorosos que se debatían sobre las andas de plata en equilibrio inestable para poder pasarlos cerca de su manto. Y en esas gloriosas alturas quedarían haciendo pucheros, paralizados y ojiabiertos entre las columnas salomónicas; extasiados al contemplar su carita de aceituna, de chocolatín del cielo, que los miraba fijamente, con un punto de distancia y una leve sonrisa que parecía ser emitida desde el principio del Universo. En ese encuentro bajo el cenit de un mediodía sin Tiempo, instante corto, pero apasionado, que yo viví con pocos años y que aún recuerdo tembloroso aprendí las primera letras del amor mariano que por estas tierras se profesa a la Madre del Cielo en sus distintas advocaciones. Por eso cuando, ingrávido tras planear hacia su sede como una paloma, y asirme con firmeza el fraile de corpachón prodigioso la miré a los ojos, creí en ese instante que se estaba abriendo, de par en par, el luminoso portón del infinito, y hasta me pareció que “la Morenita” me sonreía de manera especial,  ¿por qué no? Y fue para mí como una caricia que guardé muy dentro de mi corazón de niño. Ahí late a través del tiempo.

REGRESO A JAÉN

¡Viejas romería de mi infancia! Cuatro años seguidos fuimos la familia al Cerro. La vuelta a Jaén la realizaba con el corazón encogido, encabritada la mente rememorando todo lo vivido. Las manos sosteniendo los pitos de barro y cerámica, los coloristas estadales, y las medallas marianas; recuerdos imborrables de aquellos días de abril en la cúspide de la milenaria serranía herciniana. Al llegar a casa, en la seguridad crujiente y almidonada de unas sábanas que olían a paraíso, venía en un momento el sueño reparador, y la mente planeaba, libre y poderosa, con el soberbio linaje de las águilas, por aquellos colosales miradores serranos de la piedra caballera, del jaral y el lentiscar, del verdor de las encinas y alcornoques, del cinéreo taray de los arroyos, de la turgencia del pino piñonero, de la cabaña brava, de los campos de olivos y las sierras  calizas sureñas. De ese Cerro mágico, al que tantas veces he vuelto, habitado por una virgen de rostro de ébano que gozaba de la devoción de su pueblo por haber encarnado en su seno sin mancha, al Hijo de Dios; la única palabra que jamás pierde actualidad; la única Verdad que siempre es verdadera; por eso está grabada a fuego en nuestros corazones.

Este año no podrán peregrinar los romeros de mi Jaén. Pero, con nostalgia apasionada y llena de esperanza, su corazón guardará, como un valioso tesoro, los mejores momentos de otras romerías, sus recuerdos más hondos, sus amores más entregados a esta virgen pequeñita en su trono de cielo y roca. Y al seguir la transmisión televisiva de la misa dominical en el Santuario, mientras se nos escape abril de entre las manos, el corazón de los peregrinos jaeneros querrá salirse del pecho, y las lágrimas nublarán sus ojos, y, cuando enfoque el cámara la imagen celestial, preciada, venerada, amada, inolvidable de su Virgen serrana, morenita y pequeñita lo mismo que una aceituna, un glorioso quejido de amor saldrá de los hondones de sus entrañas,  requebrando a la Puerta del Cielo con gritos de: ¡Viva la Virgen de la Cabeza! ¡Viva la Morenita! ¡Viva la Madre de Dios!.  Y entonces sabrán, con indudable certeza,  que no existe pandemia terrena que pueda borrar en un corazón romero el inmenso poder del amor mariano. Y recordarán al entrañable Paco Colmenero, que nos ha dejado recientemente. Hombre, noble y bueno, que fue siempre devoto y amante de esta tradición religiosa tan nuestra; un cofrade ejemplar, entregado muchos años al amor y la devoción de la Virgen serrana. Y los romeros pedirán, con el alma abierta como una granada, que pase de una vez esta aterradora plaga, este horror que nos asola. “Acordaos, oh Reina sin pecado/ que en el mundo jamás se oyó decir/ que ninguno después de requerir/ vuestro socorro, fuera abandonado…”

Seguro que los oye. Ella es buena madre siempre. Y ellos son sus hijos preferidos. ¡Ave María! ¡Salve, Reina y Señora de la Sierra Morena, y de las benditas tierras jaeneras!

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