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Qué horrendo vocablo —cómo tantos otros que asiduamente ponen de moda los medios de comunicación—, ese de veroño, para designar un mes de octubre en el que las temperaturas siguen siendo agradables, lo cual por otra parte es normal en estas calendas. Lindezas como esta, amén otros términos, alumbrados de repente y reiterados hasta la extenuación al modo de mantras agobiantes, como sostenible, coral, resiliencia, empático… que bala a coro el orfeón teleadicto, nos tienen amenizada cada jornada. Esto es otoño; no hay más que observar las máximas que no superan los veintisiete grados, lejos por tanto de los treinta y cinco a cuarenta de la canícula. Yo he pasado ferias sanluqueñas con bochorno de camisa de verano, otras con vientos huracanados, cuando parte de las cubiertas feriales volaban sin escoba hacia el Guadalbullón, pero difícilmente he pasado frío en el recinto ferial aunque, crepúsculos y amaneceres ya solían y suelen anunciar el descenso gradual de las temperaturas que sucede en esta época. Y he ido con mi madre al antiguo y recoleto cementerio, el día de los Santos, en manga corta y sudando. ¡Otoño, y no veroño!, por Dios. Un otoño que suele transcurrir de esta manera, fluctuante y anárquica, por estas tierras a lo largo de los años. Pero ya sabemos lo que es la corrección política y lingüística  —sostenible, resiliente y empática, faltaría más—, a la hora de fabricar palabras que la escolanía tele, radio, twiter y facebookadicta repite como si fuera una lección de aquel antiguo catón de Saturnino Calleja, que tanto nos ilustró en años infantiles.  

El café, saboreado con deleite, a esta hora y en este lugar, me sabe a néctar paradisíaco, a elixir que aviva la memoria y el recuerdo. “Si no fuera por el café, uno no podría escribir; es decir, no podría vivir”, aseguraba Balzac, el escritor realista gran dominador del lenguaje. Además, la cultura del café, del encuentro diario, de la relación social es muy nuestra a lo largo de los últimos siglos. Lo aseguraba Unamuno cuando escribía que: “La verdadera universidad popular española ha sido el café y la plaza pública”.  

Hay poca gente en la cafetería del hotel, y más siendo  domingo. Tan solo grupos de ciclistas de edad madura, perfectamente ataviados, sin faltarles un detalle de uniformidad —parecen profesionales del Ineos, aunque con cierto toque jaenero—,  que reúnen fuerzas en la barra para atacar más tarde las rampas del Puerto Viejo, camino de Valdepeñas, y coronar jadeantes sus alturas junto a la ermita de san Juan Bautista, patrón de esa romería villariega que tiene lugar en el punto mágico  del solsticio de verano. Estos mismos parajes me vieron pasar antaño, junto a otros jóvenes camaradas, con aquellas sólidas y pesadas bicicletas que alquilábamos en el taller de Fermín Chorro, en los Jardinillos, para acometer largos trayectos por unas carreteras, caminos y veredas solitarias —aún no se había descubierto el “senderismo”, ¡vaya por Dios! —. Algunas veces recalábamos de vuelta en el balneario de Jabalcuz, para zambullirnos, todavía sudorosos y exhaustos, en la angosta alberca interior de aguas calientes, cuyo sahumerio, tibio y vaporoso, nos dejaba al borde del nirvana, mientras nuestras chanzas y carcajadas eran realzadas por el eco de aquella cripta, ecuatorial y  humeante, mientras la acción mineral, sulfatada y bicarbonatada, de la inmersión relajaba cuerpo y mente. Luego era cuestión de dejarse caer hasta Jaén, con cuádriceps, glúteos y gemelos remozados, liberado el espíritu de sombras, cuando descendíamos como cohetes desde Río Cuchillo, gritando de alegría y sin manos, lo cual constituía todo un refinado placer juvenil. Lo peor era la cuenta del alquiler de la bici que siempre se disparaba por encima de lo previsto, porque difícilmente respetábamos la hora en un principio convenida.

Pero ¿qué hago yo hablando de bicicletas y  aguas balnearias —¡cuándo recuperaremos los jaeneros nuestras termas jabalcuzquianas!—, y trazando encendidas loas al negro brebaje? Si he titulado el artículo, Mi compadre, debo dejar tanta digresión y hablar de las andanzas de este singular personaje al que quiero y valoro. Me alegra saber que hablar de mi compadre es como hablar de la existencia, de una ingente y rotunda vitalidad, de ganas de vivir intemporales, de un sinfín de anécdotas compartidas, de clarividencia genética, de memorias prodigiosas, de tiempos antiguos imbricados en el presente; por tanto no está de más haber esbozado esa introducción, porque también por estos caminos del sur serrano jaenero —¿qué ciudad del mundo posee alrededores más admirables, agrestes y sugerentes?— mi compadre Cheto y yo hemos abordado  rutas pedestres intrincadas, incomparables, antes de que su rodilla —años ha maltrecha, desde que en la mili tuviera un mal paso en la pista americana—, diera señales de agotamiento. Porque juntos hemos  tragado millas a paso de vértigo derrotando a muchos osados e imberbes “andarines” que quedaban derretidos en las cunetas con ganas de entrar en la Cartuja, o escalando montes con mis alumnos, cuando mi compadre me acompañaba en aquellas expediciones naturalistas, sabatinas e inolvidables, por las sierras del sur de la ciudad, junto a grupos de escolares que aprendían, de primera mano, a valorar el sublime paisaje serrano jaenero, la singular y compleja geología de sus contornos, su fauna y flora, y, más que nada, el esfuerzo que cuesta escalar las pendientes vitales, antes de tener a tus pies una vista despejada del horizonte.

Mi compadre es un ser absolutamente inclasificable. Debería renacer un Linneo para conseguir especificarlo, aunque mucho me temo que fracasaría; sería incapaz de adjudicarle nombre alguno, sueco, español o latino. Mi compadre es él mismo; que es por otra parte lo máximo que cualquier ser humano puede llegar a ser en esta vida, mientras que, curiosamente, muchos se afanan en aparentar ser tan solo lo que los demás esperan de ellos. Craso error; pérdida de energía y sobre todo de identidad personal. Además, lo que eres, con luces y sombras, en realidad se nota a la legua. Todo fingimiento es inútil; lo digo por si alguien quiere ahorrar esfuerzos.

 

Y hecha ya esta reflexión

prosigo mi alegoría

en honor a mi compadre

que es patrón de mi sonrisa.

Reina de chistes procaces

su imaginación florida,

porque lo mismo pregona

a la Señora Capilla,

o exalta el Corpus baezano,

que pronuncia  picardías

de tal calado, lenguaje,

y tono de mancebía,

que si Quevedo viviera

en  convento ingresaría…

 

Estas son estrofas de un romance que escribí y recité en su homenaje, hace unos años, el día que estrenó su medio siglo de vida en reunión íntima, amical y familiar, allá por el hotel Condestable. Velada inolvidable entre personas queridas. Momentos cordiales que hacen la vida gozosa.

Y es que Cheto, mi compadre, es así. Igual cae de hinojos con sus rodillas maltrechas, pero más recto que un junco de la ribera, ante el Santísimo Sacramento del altar, el mismo en el que tantos clérigos —algunos muy destacados—, creen con tanta tibieza en tiempos sinodales, que es capaz de proferir con énfasis las mayores procacidades seguidas de risotadas estentóreas que contagian a los oyentes de unas ganas de vivir descomunales. Y además lo hace sin descomponer la figura ni un momento, como torero caro en un desplante pinturero de espaldas a la fiera. Igual pronuncia un pregón con sabiduría, unción, denso contenido y buen lenguaje, que relata anécdotas escatológicas e hilarantes de las que quedan grabadas para siempre en la memoria, y provocan en la audiencia espasmos pectorales de indudable calado. De igual forma retorna, purificado y bendito, de un retiro espiritual en la Baeza machadiana que me señala al salir de misa una escultura cimbreante que baja la calle Campanas con gracia  y donosura inauditas mientras me dice:

Pues qué pensar al oírlo

decir en forma atrevida,

cuando una escultura grácil

a nuestra altura desfila.

¡Mira Ramón qué diablo,

cómo se mueve esa ninfa,

qué revuelo de caderas,

qué mirada tan florida

tan distante y desdeñosa,

qué expresión más insumisa!

Ha venido del Averno

para alegrarnos la vista,

porque es el mismo Asmodeo

con figura travestida

el que va taconeando,

con indudable armonía,

a cuestas con los arcanos

de su armoniosa valija.

¡Y no me mires así!

pues Dios las creó garridas

que a la mujer admiraba

hasta san Josemaría…

 

Este es  Cheto, mi compadre desde que sacaron de pila a mi ahijado Eduardo, otro fenómeno de la Naturaleza del que algún día hablaré con detalle. Cheto y yo nos conocimos allá por la serranía de Mágina, en el recoleto paraje del santuario de Cuadros, cuando fuimos los encargados de dirigir un campamento cofrade de nuestras respectivas hermandades por entonces —también lo son ahora—, de la Buena Muerte y la Expiración. Dieciséis años de diferencia no fueron obstáculo para conectar de inmediato y labrar en un instante una amistad que se ha mantenido hasta ahora. A mi compadre siempre le ha gustado la compañía de personas mayores a él, y a mí me conmovió, desde un principio, su espontaneidad, su clara inteligencia, su celeridad mental, su inagotable sentido del humor, sus sólidos valores vitales, su sentimiento cofrade —desde luego personal y particularísimo, pero del que muchos podrían aprender ciertas cosas—, su audacia, esa personalidad tan suya, y, por tanto, tan adecuada para él, la nobleza de su corazón. Sí, he dicho nobleza, no doblez, pues son fonemas distintos, aunque ambos compartan una zeta y no más. La conexión fue inmediata. Es algo misterioso, pues estas cosas funcionan así sin que puedan explicarse; es como si estuvieran previstas de antemano.

¡Hemos vivido tantas cosas juntos…! Hemos compartido situaciones tan prosaicas o novedosas, alegres, o amargas a veces, que ya tenemos una memoria común de los acontecimientos, como si lleváramos siglos compartiendo idénticas conmociones del espíritu. Tantas misas de nueve catedralicias, con Esteban, otro buen amigo, volando tras el ite missa est —qué belleza, hondura y espiritualidad la misa tridentina de san Pio V. ¡Qué torpeza el prohibirla por decreto!— en busca de la masa crujiente y el cacao espeso:

 

 Buscamos presto el Montana:

 el café con sacarina,

 la canela en el brebaje

 el cortao con leche fría

 con los tallos calentitos

 de patata, ¡madre mía!,

 que despiertan las parótidas  

 y dilatan las pupilas,

 entonando nuestro estómago

 tras escarchas decembrinas.

 Y un chocolatito espeso

 que el bigote a Esteban pinta,

 pues también nos acompaña

 en estas mañanas pías,

 devotas y gastronómicas,

 todo menos anodinas.

 Cheto pedirá más tallos

 con gran socarronería

 por probarlos, más que nada,

 como algún juglar diría.

 Más tarde nos contará,

 con oratoria atrevida,

 historias inverosímiles

 que jamás fueron escritas,

 Si Tragalitros viviera

 del vino se quitaría.

 Si existiera Pepe el Largo

 a trabajar se pondría.

 Si renaciera Piturda

 a sus perros vendería.

 Si volviera la Juliana

 una esponja compraría

 en la droguería Flores

 para la Pascua Florida.

 Les cambiaría los esquemas.

 A los cuatro aturdiría,

 pues no podrían competir

 con mi compadre ese día…

 

Mi compadre vive comprometido con causas variadas. Mente ávida de aprendizaje. Estudió  en la UNED el grado en Química. Realizó posteriormente un máster en nuestra Universidad. Ha comenzado a abordar una tesis doctoral sobre un tema apasionante relacionado con el estudio de los diversos pigmentos que se encuentran en la cerámica íbera. Pero además es caballero de la Orden de Caballería del Santo Sepulcro de Jerusalén y resulta impactante verlo, con sus casi dos metros, revestido del imponente atavío de la Orden, con su capa marfileña, birrete de terciopelo y hábito de coro con larga cola y sobrecuello de gola, bendecido por la cruz potenzada que distingue a sus caballeros. Recuerda una aparición repentina del mismísimo Godofredo de Bouillón renacido con mostacho y diez palmos más de altura, más con mirada jaenera que es mirada de pasión inextinguible.

Por otra parte, es admirable su amor por la milicia —una de sus vocaciones frustradas, pues le hubiera apasionado realizar la carrera militar— que le hace estar muy cercano a nuestras fuerzas armadas, a las que sirve con convicción, entrega y pasión desde su puesto de presidente del Círculo de Amigos de las Fuerzas Armadas. Tan tenaz  y abnegada dedicación le ha hecho merecedor en estos años a varias distinciones:  la Cruz al mérito militar, Cruz al mérito de la Guardia Civil, y Cruz al mérito policial, las tres con distintivo blanco. Asimismo, es Legionario de Honor y Soldado UME de honor.  

Por eso hay que verlo recibir con honor y respeto que nace del alma tales condecoraciones en actos públicos que le ofrendan las Fuerzas Armadas al que saben es su defensor apasionado, divulgador de sus mejores esencias, colaborador infatigable en unos tiempos en que son maltratadas por muchos que dicen llamarse españoles, pero no se sienten tales en absoluto, aunque gozan sin inmutarse de privilegios comunes

Y lo mismo se apasiona

sirviendo a su cofradía

trabajando con denuedo

por esta causa perdida,

más irredenta que nunca

en estos tiempos buenistas,

que se va de picoletos,

legionarios, policías,

jurando otra vez bandera

la rojigualda y bendita…

 

Podría hablar mucho más de mi compadre, pero alargaría este documento de manera inconveniente. Iré acabando con el mismo romance con el que he comenzado:

Este es mi Cheto, señores,

un caballero, un artista,

un fuguilla algunas veces,

un señor todos los días.

Resulta inclasificable,

en nada tiene medida.

Estas personas me gustan

en absoluto son tibias.

O se pasan, o no llegan,

más saborean la vida.

Las prefiero a las que siempre

viven con monotonía

que más parecen fiambres

que criaturas bendecidas.

Mi Cheto, inclasificable,

latigazo de energía,

porque siempre está animada

su personalidad efusiva,

eso le hace disfrutar

de una existencia verídica

muy intensa, apasionada,

revestida de carisma…

 

Podría seguir hablando de Cheto, mi querido compadre. Contar historias que parecerían inventadas, aunque son verídicas, pero alargaría demasiado esta cordial apología de este coloso de cuerpo y espíritu. Quizá en otra ocasión vuelva a referirme a mi compadre, para volver a expresar lo que pienso de él.  

Último sorbo al café, una mirada a la mañana de octubre tardío que se abate sobre mí a través de las cristaleras. Punto final a mi cordial ofrenda para un amigo. Lo hago con el soneto que escribí en aquella ocasión en que celebramos juntos su primer medio siglo de existencia:

                                        

Tu porte quijotesco, cervantino

esconde un corazón de Sancho Panza.

Amigo de la fiesta, de la chanza,

preclaro buscador de la divino.

 

Mostacho que recubre un labio fino

imprime  a tu persona, confianza,

carácter militar. Es tu ordenanza

la fe y un patriotismo diamantino.

 

Cumplido medio siglo de existencia

la gente que más quieres te circunda

en íntima velada compartida.

 

Queremos desearte trascendencia,

salud, pujanza, amor, pasión fecunda.

¡Que cumplas medio siglo más de vida!

                                    

Es Cheto, mi compadre. Ya hace seis años que escribí este soneto,  y él sigue  significando lo mismo para mí.

 

Foto: Mi compadre (Eduardo Aniceto López Aranda) en el cambio de cristales del Santo Rostro.                                   

                               

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