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En uno de los mis viajes laborales a Francia, con 17 años, la España profunda surgió en la estación de ferrocarril de Valencia transfigurada en un veinteañero, también vendimiador, que golpeó a su hermana porque había entablado conversación con otro mancebo del vagón. Si llega a cogerle de la mano la habría lapidado. La joven no rechistó. Lo que demuestra que en los ochenta no todas las chicas eran Alaska, pero casi todos los chicos eran El Puma.

Las cosas han cambiado en según qué ambientes. En otros permanece el machismo atávico, el hombre de la camisa desabrochada hasta el cuarto botón. Hace apenas un mes los ojos verdes de quien esto escribe observaron como un adolescente que sería aceptado en la mara Salvatrucha sin necesidad del aval de dos padrinos llevaba casi a tirones a una cría de su edad. Estaba claro que ella sabía que le pertenecía, lo que la convertía no en víctima, sino en esclava.

Hay que acabar con la esclavitud. El feminismo, cuando oficia de Lincoln, es valioso en extremo. Otra cosa es cuando deriva en hembrismo, que es machismo con flequillo. Pensar que todos los hombres son iguales es incluir el cliché, la filosofía del sectario, en el complejo ámbito de las relaciones, donde el cromosoma no es prevalente. Quiero decir que el urinario de pared no es necesariamente inferior ni superior al bidé. 

La diferencia nos aproxima porque todo puzle se completa con piezas desiguales. Hablo, claro, de esa desigualdad existente entre la levadura y la harina que desemboca en el pan de pueblo. Mira por donde lo que nos distingue es lo que nos complementa. Y eso, lejos de convertir a quien lo descubre en socio de un club inglés vetado a las mujeres, ayuda a equiparar a los sexos. En otras palabras, mi contribución al feminismo es mi defensa de la masculinidad.

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