Skip to main content

Los lugares son depositarios de la memoria colectiva. Esto quiere decir que en ellos quedan prendidas las historias de cada una de las personas que acuden a ellos. Si son lugares muy visitados, habrá muchas historias. Si son lugares de ocio y esparcimiento, aquellas serán relativas a estos momentos agradables (o desagradables si son testigos de desencuentros). Si son lugares de hierro, la memoria devolverá relatos duros.

Pero todos los lugares históricos, posados y sobados por el deambular cotidiano, son lugares de memoria. Y la memoria es el envoltorio en el que se deposita la identidad. Pasear, discurrir entre lugares cotidianos, familiares hasta lo cansino, es una forma de reposo de la identidad de un pueblo, de un vecindario.

Los lugares están construidos por miles de pequeños jirones de memoria de cada persona, de la ciudadanía que se apropia de ellos. Los lugares antiguos, los poseedores de mayor número de recuerdos, son como insospechados espejos que devuelven a cada cual una perspectiva del alma, y cada uno puede verse en ellos.

Hay rincones que devuelven recuerdos tristes, dolorosos, y el pasar cotidianamente por ellos, nos permite comprobar con sosiego cómo esos recuerdos se van mitigando. Otros lugares los relacionamos directamente con historias alegres, o hechos extraordinarios, y el transcurrir frecuente por ellos nos reafirma en ese hecho maravilloso.

El sentir tantos recuerdos cercanos a uno, los dolorosos y los agradables, hace del día a día algo familiar, y esa familiaridad otorga certidumbre. Cuando se destruye esa memoria, aparece lo extraño, aparece la incertidumbre.

En cualquier caso, los lugares construidos de memoria colectiva, son patrimonio de toda la ciudadanía que hilvanó sus vidas en torno a ellos. Cualquier decisión que involucre la integridad de estos depósitos de memoria, debe ser muy meditada, muy justificada, y por supuesto consensuada con los propietarios de esa memoria, los vecinos y vecinas. Porque modificar el aspecto y los elementos de estos sitios entraña introducir artefactos extraños en el paisaje familiar y cotidiano que denominados nuestra calle, nuestro barrio.

Vivir envuelto en los lugares de memoria proporciona seguridad. El drama de los emigrantes está motivado, en parte, porque abandonan la memoria en pos de un lugar anodino.
¿Alguien se atrevería a alterar, a retocar, las fotos de familia de miles de vecinos sin el consentimiento de estos? Pues eso. Hacerlo es pura soberbia.

Foto: Concentración en la Plaza de Deán Mazas.

Dejar un comentario