Skip to main content

En muchas de mis travesías por montes y collados que circundan mi casa me deleito, en determinados momentos de la ruta, con una magnífica panorámica que tiene la virtud de incendiarme el alma, pues, hacia el noreste diviso mis bienquistas Peñas de Castro; imponentes formaciones pétreas que son más conocidas por los jaeneros como el Sillón de la Reina. Se trata de tres afloramientos rocosos subbéticos de calizas y dolomías pertenecientes al Jurásico Inferior que cabalgan —a causa de un dilatado manto de corrimiento originado de sur a norte—, sobre un cerro olivarero plantado sobre materiales margosos más blandos y modernos que ellas, pues pertenecen al Cretáceo de la unidad  geológica Jabalcuz-Los Villares, intermedia entre el Prebético y el Subbético, quedando como isleos tectónicos, celosos vigías del paisaje jaenero.  

Su relieve entrañable siempre estará grabado en mi memoria navegando en el océano del tiempo, tras muchas horas de contemplación enardecida frente a ellas, durante quince veranos transcurridos en la casería jabalcuzqueña de mi abuelo —hoy casa rural—, un km más allá del balneario viniendo desde Jaén. Fueron tiempos miríficos e imborrables  de mi infancia que gestaron la mayoría de mis aficiones posteriores, de mis afanes vitales, de mis ensoñaciones mejores. Añorados estíos de amaneceres furtivos, fuego celeste en mis zangoloteos solares, ingeniosos juegos inventados, feliz algazara de baños en la alberca, paseos sin rumbo, interminables, con aquellos nobilísimos y fieles perros cortijeros duros como el acero, listos como el hambre, fieles como una mujer enamorada,  tardes tibias de púrpura y mandarina, noches lunares de tímidas estrellas, ascensiones hasta la Fuente del Caldear, en la subida a Jabalcuz desde el Portichuelo, con Manuel, el casero, al que acompañaba en sus cacerías vespertinas de conejos, lecturas continuas —no creo que dejara un libro sin mancillar de aquella biblioteca de ladrillo rojo, situada sobre el hogar del salón que daba a la lonja norte—…  

ENTRAÑABLE PAISAJE

Dibujé sin descanso en mi mente el singular relieve de estos riscos mágicos en aquellos atardeceres de ensueño, cuando, con un libro en las manos, sedente en mecedora de junco, pies apoyados en los bancos de azulejos de colores, contemplaba embobado como el sol, oculto ya tras Jabalcuz, escalaba en calma infinita el olivar hasta diluirse, con desvaída ternura, sobre  la caliza. Desde entonces el perfil de estos peñascos está grabado a fuego en mi memoria. La  formación rocosa que se encuentra más al sur es la más larga; un triángulo de ancha base, que desde la zona donde ahora vivo, se aprecia más piramidal y puntiagudo. La central es semiesférica, su parte superior está mellada y con dos incisivos torcidos en extraño equilibrio, mientras que la situada al norte, centinela alerta de Jaén, es pequeña y me recordaba de niño la uña meñique del pie, antes de ser convenientemente cincelada por la precisa orfebrería de las tijeras maternas. Entrañable paisaje del sur jaenero que fue tantas y tantas noches estivales testigo del salto de la luna lunera ante mis ojos pasmados,  en momentos intensos  en  que creía se me iba a escapar el corazón del pecho, tal era la ansiedad con que aguardaba estas citas nocturnas  con la  congelada y melosa perla preciosa, que se abría paso entre la penumbra del relieve, mancillando el carbón de la noche, mientras los grillos entonaban sus rapsodias heroicas, y la brisa de la Pandera planeaba sobre el valle acariciando mi piel, royendo con furia la epidermis del corazón. Yo apuntaba, en mis cuadernos de notas, la hora en que la señora celeste, cada día, brincaba el cerro, desde tierras ignotas, para iluminar con su sonrisa mistérica el prodigioso nocturno estival. Todavía conservo algunos de ellos.

Cuántas veces más tarde, en mi juventud, solo, con amigos o después con diversos grupos de alumnos, he trepado a estos farallones rocosos, desde cualquier punto cardinal, para buscar vistas dilatadas del cerro de san Cristóbal y los llanos de olivares erguidos sobre terrenos miocénicos, a sus pies. Para mirar al oeste y toparme con la mole protectora  del señor de las cumbres jaeneras, Yabal al- Qust.  O volver  la vista  al sur para  recrearme en la visión de la agreste y violenta geología de los  cerros del Frontón, la Veleta, o la  soberbia mole de La Pandera. O, sentado al cobijo de la peña más próxima a la ciudad de los vientos y los sueños posar la mirada sobre la feraz frondosidad de huertas y jardines de Valparaíso, la mella que los barrenos han provocado en el cerro Almodóvar para obtener la blanca caliza prebética, y la belleza inefable de la ciudad que me dio el ser, con su Catedral, un prodigioso  bajel anclado en majestad sobre el mar  urbano, y el fondo del valle del Río Grande, lacado  de suaves lomas cerealistas de color caramelo, que termina con la línea azul, desdibujada en la bruma, de  Sierra Morena, frontera de tierras castellanas. Secuencias inefables de un paisaje, visual y anímico, cuyos contornos conocen todas las veletas de mi corazón, y están dibujados en mis entrañas como un mapa de luz pura y vívida, de imborrable topografía.

Ahora no puedo hacerlo temporalmente, pues me recupero aún del preciado regalo de Reyes que recibí, al alba del cinco de enero, en forma de caída imprevista en un paseo con mis perros que originó una fractura proximal del húmero izquierdo, que gracias a Dios no necesitó operación, pero sí un largo período de adaptación hasta conseguir que el brazo pueda volver a ser el mismo, y las trabéculas óseas reparen el quebranto. Pero estoy para ello bien asesorado clínicamente, además de contar con Rocío, una jovencísima fisioterapeuta villariega, de manos sabias y fuertes, pero siempre suaves y precisas, carácter gentil, y dueña de una amplia sonrisa;  limpio cascabel que traspasa la mascarilla para hacer entrañables estos momentos dolientes de recuperación de músculos, tendones y ligamentos. Aparte de sus conocimientos e indudable pericia, de su certera intuición, el ánimo y seguridad que transmite es, sin lugar a dudas, una parte decisiva del proceso sanador. 

RECÓNDITA Y MISTERIOSA CUEVA SECRETA

Siempre me han atraído como el imán estas Peñas de Castro, y sus enclaves plagados de cavernas y abrigos, entre las que destaca la recóndita y mistérica Cueva Secreta, orlada sus paredes de pinturas antropomorfas de considerable tamaño, y sus alrededores repletos de abrigos rocosos decorados de trazos pictóricos neolíticos o de la Edad del Bronce, pasajes sembrados de algún “tejolete” de cerámica emiral y almohade, entre los que alguna vez descubrí una moneda bastante deteriorada de algún emir cordobés cuya fecha de acuñación es ilegible y, por tanto, no he podido identificar al gobernante. Enclaves  plenos de hermosura y misterio, donde late una patente energía que puede palparse con un poco de sensibilidad, con pasadizos de recovecos imprevistos, de lienzos de muralla de antiguas fortificaciones, de vetustas y pesadas piedras de molino confundidas entre la vegetación, de tránsitos arriesgados; voladeros preñados de almácigos, enebros, sabinas y terebintos, que desafían el vacío, pero merecedores de la aventura de ser explorados con detenimiento para aprender a conocer mejor estos contornos y las limpias perspectivas que se abren en tan sublimes y despejadas atalayas.

Con diez años, cierto día del verano del año cincuenta y nueve, me escapé con audacia de la siesta, marcada inflexiblemente por decreto materno, y, mientras un gineceo formado por mi abuela, madre, tía y prima hacían punto, croché o vainica en la sombreada lonja Este —donde se columpiaban con cierta mesura los rezumantes botijos colgados de ganchos que invitaban en su balanceo a trasegar un largo y refrescante trago de su contenido—, yo volé libre. Ellas no se apercibieron de mi fuga pues estaban comentando los últimos acontecimientos sociales de aquel Jaén provinciano, pero entrañable, o saltando las frontera patria relataban emocionadas los amoríos de la princesa Margarita de Inglaterra, o la inestabilidad del matrimonio de la Callas, mientras oían por la radio a Gloria Laso, Lucho Gatica, Antoñita Moreno o el Dúo Dinámico que comenzaba a despuntar con sus ritmos juveniles, aunque mi abuela glosaba ese tipo de música definiéndola como la perdición de los cristianos, frase hecha que aplicaba, de igual modo, a diversas situaciones y acontecimientos. Pero yo había evadido la odiada prisión —que era hoguera de sudores sobre mórbidas sábanas de holanda y  grillos cansinos —con sumo sigilo, y tuve la osadía de bajar el olivar hasta llegar al valle, cruzar la terriza vereda—hoy senda asfaltada— que desde el Portichuelo conduce a Jaén y escalar el monte, cuyo trazado me sabía de memoria —de tanto contemplarlo en las morosas luces crepusculares de cada día—, pasar junto a “la Chocolatera”, la vieja casería olivarera, para ganar con esfuerzo, en una tarde de chicharras de acero, alto horno solar y moscas tozudas, la peña central y allí quedar admirado, extasiado, atónito ante el panorama que se abría a mis ojos al otro lado. Todavía recuerdo los latidos de mi corazón que no eran precisamente de cansancio —desde niño me han gustado las pinas subidas—, sino de una emoción inaudita. Bajé a la carrera, rodando por las pendientes margosas muchas veces. Tras cruzar la vieja casa de Justo, en el fondo del valle, y ascender un trecho, con la lengua al aire, sumergí la cabeza  en las aguas del pilón, venero que se había descubierto al excavar una lumbrera, cien metros por debajo de la casería, junto a la linde de encinas y quejigos que marcaba la frontera con el olivar de Fermín Palma, en busca de agua, masqué una buena porción de hinojo y menta que crecían en el humedal y, convenientemente refrigerado, sellado el polvo de piernas y sandalias, llegué a la casería con el corazón alborotado de ansiedad, y el tiempo suficiente para disimular, con bostezos desencajados de consumado actor y estiramientos articulares de trapecista, que me acababa de levantar de la siesta, con la inmensa suerte de no despertar excesivas sospechas en la prolongada tertulia de tan matriarcal, cristiano y modoso serrallo. Tan entregadas estaban en sus afanes verbales y costureros, plenos de viejas historias, carcajadas contenidas, puntos de cadeneta, hilvanes y pespuntes, que soslayaron mi presencia, aliviando la tensión de ser descubierto, lo que hubiera acarreado consecuencias imprevistas, pero ciertamente desoladoras. Cuando, tras florecer las últimas lilas del crepúsculo y encenderse minúsculos candiles celestes, tras el gracias Señor por estos alimentos…, la jugosa pipirrana y la dorada tortilla de patatas, apareció la luna junto a la peña central,  yo sonreía sabiendo que en esa mágica altura,   por la  que ahora  se abría paso su cuerpo de reina de la noche, ya había estado yo esa tarde abriéndole camino a la dama  celeste que venía a plantar su rotunda  dulzura en mitad de un  fértil  e infinito arriate  de estrellas, que apagaban el luciente  alfiler de sus trémulos cuerpos  fascinadas ante tan gloriosa aparición. Después…simplemente no pude dormir. Me sentía valiente y fuerte. Había sido capaz de escalar hasta allí, solo, con sangre fría, sin perderme —eso hubiera sido imposible, siempre me he orientado muy bien—, desafiando el riesgo, y volver con el tesoro de haber afrontado tamaña aventura, con la rica carga de la belleza del paisaje contemplado en tales parajes que era hasta ese día un velado misterio para mí. Me prometí a mí mismo que el resto de mi existencia ascendería muchas veces a estos fortines rocosos, a este mirador de las infinitas armonías paisajísticas jaeneras, y siempre recordaría aquella tarde agosteña que nunca más he podido borrar  de mis recuerdos mejores.

PAISAJE ENVIDIABLE

Este lugar tan bello del sur de Jaén, cuyo paisaje envidiarían muchas ciudades de España muy posiblemente deba su nombre a un campamento, o qastruh, que los rebeldes muladíes del malagueño señor de Bobastro, Omar ben Hafsún, habían establecido en la zona en el siglo IX, mientras los últimos emires trataban de sofocar la rebelión, sin poderlo conseguir. Era este arrojado caudillo de la serranía rondeña señor de origen hispano – godo y religión cristiana, mantenida con celo, pese a su taimada conversión al Islam, quizá para evitar impuestos. Pero su sangre hispana pudo más y tuvo en jaque durante casi treinta años a los emires cordobeses Muhammad I, Al Mundir y Abd Allah, propagando la revuelta por muchas zonas de nuestra geografía andaluza. Hasta llegó a tomar Jaén el año 893 conquistándola y fortificándola para dejar como gobernador de la misma a Ibn Hadir, según cuenta el gran cronista árabe Ibn Hayan, y así seguir difundiendo la rebelión por otras coras. Tras diversos altibajos en su trayectoria, tuvo que venir personalmente a tierras jaeneras el primer califa cordobés, Abderramán III, con una nutrida tropa, en la campaña de Monteleón, del año 913, emprendida desde Martos que era reducto musulmán, para someter las fortalezas de Susana —quizá en los alrededores de Valdepeñas—,  Muntilún —muy posiblemente sobre el cerro del Viento villariego—,  y Qastruh, en las Peñas de Castro, para acabar con los encastillados que habían propalado de inquietudes la estabilidad política cordobesa por tierras jaeneras en las últimas décadas. Era el rebelde señor  de Qastruh, Dahhum ibn Hisam, afecto a Ben Hafsún, quien tuvo que rendir el encastillamiento ante el empuje inmisericorde, sin derecho a alafia, del pelirrojo califa cordobés, personaje de piel blanca, ojos garzos, piernas cortas, rostro agraciado, cuerpo un tanto recio y rechoncho, hijo de Muzayna —la nube—, la cristiana de origen vascón raptada de doncella en una de las aceifas estivales a tierras del norte. Todo un héroe Ben Hafsún cuyas andanzas y correrías siempre han despertado mis simpatías, pues representa el carácter español de ordinario indomable ante invasiones foráneas; ejemplos históricos que desde antiguo han abundado en nuestro solar patrio.

Pronto estaré mejor y volveré a emprender ilusionados y tempraneros  periplos por estos archipiélagos calizos sobre el mar de olivos, para descender más tarde,  cruzando junto  a la  soberbia y señorial casería de Ochoa —o de los Arcos, como la llamaba mi familia—, construcción imponente del siglo XVIII, que fue molino aceitero además de casa solariega,  en el cruce con la senda del  Portichuelo, y seguir cresteando hasta el Canjorro, y allí asomarme al vértigo del abismo, cortado a plomo, de los Cañones del río Eliche, o quizá bajar la pina ladera este y ganar, junto a la Torre Bermeja, el camino de Pedro Codes que nace en las revueltas de la carretera del Puente de la Sierra, y seguir su trazado hasta el cortijo de Pedro el Cruel, admirar, desde la amplia era la majestuosa vista que se abre a los ojos, y descolgarme a buen paso hasta los tajos de los cañones del Puente la Sierra, subir entonces por la carretera de Quiebrajano, tomar la dirección del cortijo Mingo —sin perder de vista los mastines de la zona, celosos vigías de sus predios—, y acceder al estrecho camino de la conducción de agua que bordea la falda de la Sierra de las Cimbras, atravesar el túnel y tomar al final del mismo cualquiera de las veredas olivareras que recorro cada día del año por las que puedo llegar  hasta mi casa ganándome entonces una cerveza helada, o quizá dos, con  sabrosas tapas de mi particular invención, en la hora del Ángelus.

LA MEMORIA DE SUS TRADICIONES

Sueño mientras escribo. Mi mano izquierda ya sigue las indicaciones de la mente y puede teclear ágilmente el ordenador para expresar lo que siento. Tengo los auriculares puestos, y ya no sé las veces que he dado marcha atrás para volver a oír, una y otra vez, esta pequeña joya de la Allemande de la Partita nº 3, en la menor, del genio Bach, interpretada por sir Andras Schiff, una melodía sencilla, pero profunda, hiriente, envolvente, que me mantiene en tensión, mientras rememoro mis peripecias antiguas, e incluso futuras, por estos contornos únicos de mi Jaén, puntos de referencia  de la vista, sublimes despeñaderos a los que asciendo al cerrar los ojos para volver a comprender que no existe una ciudad en el mundo que tenga alrededores más bellos y montaraces, como posee Jaén en su paisaje sur. Postales vivas que enamoran y dejan admirados a quienes las descubren por vez primera, mientras que al jaenero le hacen sentirse ufano de su tierra olvidada, postergada, ignorada, minusvalorada, que podría ser muy distinta si los demás la mirasen con nuestros ojos, y nosotros hiciéramos algo más que contemplarla complacidos; es decir, si lucháramos con uñas y dientes, con pasión declarada, sin tregua, para defenderla, promoverla, despertarla de su modorra, vocear sus bellezas, pelear por sacarla de su letargo a base de esfuerzo, de trabajo, de conocimiento, de inteligencia, de acción decidida, ordenada, encauzada, ajena a intereses políticos, pero sobre todo plantando cara a estos tiempos oscuros con verdadera decisión, pues ya no sirven las palabras, sino la lucha aguerrida de las generaciones más jóvenes, como las de aquellos temerarios muladíes, que oprimidos por el poder cordobés musulmán, querían defender su religión, su forma de vida, sus costumbres más preciadas, su fértil historia familiar y grupal, y los rasgos que los habían distinguido durante tantas  generaciones. Para ello se sublevaron en inferioridad de condiciones, hasta ser borrados de la faz de la tierra, siendo por fin destruido su refugio de Bobastro en los montes malagueños cercanos a Ardales, cuando fuera arrasada la poblada ciudad —ya desaparecido el caudillo muladí, nueve años antes, pero aún defendida por sus hijos—, por el califa cordobés, el año 929, aunque no pudieron conseguir borrarlos de la memoria, pues todavía se habla de ellos en los libros de historia, y están vivos en el acervo popular del andaluz. Y del jaenero, porque siempre que levantemos la vista hacia nuestras Peñas de Castro, recordaremos que allí se encastillaron un puñado de guerreros de la tierra que luchaban porque no se perdiera la memoria  de sus tradiciones más amadas, de sus creencias, de su patrimonio de siglos frente a los invasores. Lo cual ya es importante en estos tiempos tenebrosos y globales,  cuando nos dejamos inconscientemente  invadir por tantas costumbres foráneas, nos despersonalizamos, nos igualamos al pensamiento común, con la facilidad que surge de la incultura, del acomodamiento, de la abulia, de la falta  de redaños para imponer nuestra propia voz, mostrar nuestras mejores virtudes, para defender apasionadamente nuestra tierra, nuestra forma de ser, el futuro de sus habitantes sin renunciar jamás a lo que hemos sido, cruce de caminos, feliz memoria y sedimento vital del paso por nuestro terruño de culturas seculares, frontera de civilizaciones, paraíso terrenal de paisajes y paisanaje al que estamos renunciando engañados por sierpes diversas, cuando no hay tierra que pudiera compararse a la nuestra. ¡Si algún día despertáramos…! Nosotros quizá no hayamos sabido hacerlo. Pero ahí están las jóvenes generaciones para ganar el futuro inmediato. No pierdo la esperanza.

Foto: Las Peñas de Castro vistas desde el sur.

                               

Dejar un comentario