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Cuanto más se viaja por esta bendita tierra, más se percibe su diversidad y se pone de manifiesto que la creación de Andalucía como Comunidad Autónoma es, cuando menos, una forzada agregación de territorios conexos pero no homogéneos. En 1833, el granadino Javier de Burgos, inmediatamente después de la muerte de Fernando VII, con la finalidad política de crear un estado centralizado, dividió España en 49 provincias y 15 regiones. En aquel momento, Andalucía agrupó a las ocho provincias actuales. En su trabajo, de Burgos tomó un proyecto anterior, también de los Borbones, que trajeron de Francia su visión de dividir y repartir pueblos con regla y cartabón. Las provincias se han mantenido invariablemente desde entonces;  las regiones han sufrido más cambios.

Más o menos desde finales de la Edad Media, en lo que hoy es Andalucía había cuatro reinos: el Reino de Sevilla, formado en la reconquista del Bajo Guadalquivir, que llegó a pertenecer unos años a la Corona de León, pasando después a Castilla, abarcaba todo el Oeste andaluz, incluyendo las provincias de Sevilla, Huelva y Cádiz; el Reino de Córdoba, con territorios de la actual provincia y otros manchegos; el Reino de Jaén, más o menos con el mismo territorio provincial, surgido en torno a Baeza y que en 1.444 tuvo su príncipe en el infante Don Enrique (futuro Enrique IV); y el reino de Granada, claramente diferenciado, abarcando las hoy provincias de Granada y Almería y la parte costera de la provincia de Málaga, de la que la parte más montañosa pertenecía al reino de Sevilla.

Dividir administrativamente significa establecer unas reglas de futuro, pero en modo alguno modificar hábitos de presente ni reformar la tradición histórica. Recordaba el profesor Sánchez-Albornoz que un modo de saber si la expansión territorial de la Reconquista se llevó a cabo por leoneses o castellanos era preguntar en pueblos extremeños, manchegos y andaluces cómo hacían la sopa de ajo, si con pan frito o con pan crudo. El asunto tiene miga.

Los límites provinciales, que tienen ya cerca de doscientos años, se han asentado a fuerza de imposición desde el poder. No obstante, Ronda tira mucho más a Sevilla que a Málaga y Alcalá la Real y Antequera tienen perfectamente asumido su papel de frontera desde mucho antes del señor de Burgos, por más que mantengan sus adscripciones territoriales. Hoy, la regla podría ser preguntar o preguntarse dónde va la gente a El Corte Inglés, y seguro que los de Alcalá irán a Granada, los de Écija a Córdoba, y los de Ronda a Sevilla.

Si a nivel provincial el tema ha dejado de ser polémico pues, a fin de cuentas, la provincia como ente político ha dejado de existir, entre otros motivos porque no le interesa al poder autonómico ni estatal, de ahí las tendencias cíclicas a suprimir las Diputaciones; el concepto de “Comunidad” en su etimología, no parece adecuado para Andalucía porque es en lenguaje de políticos de hoy, “discutido y discutible”.

En los albores de la democracia, en la transición, no hubo un Javier de Burgos que tuviera en cuenta situaciones anteriores, sino la fuerza centrípeta del poder auspiciado por un partido de líderes carismáticos, muchos de ellos, sevillanos de origen, extendidos y firmemente asentados al Sur de Sierra Morena. En su diseño hay un dato insoslayable: los límites naturales son evidentes; en tres puntos cardinales, Portugal y el Mediterráneo son insoslayables y al Norte, la frontera infranqueable de la cordillera, antes llamada Mariánica, Sierra Morena y la Sierra de Segura constituyen una frontera natural.

No pretendo con esta reflexión levantar la bandera de Andalucía Oriental, que pudiera ser defendible, aunque es también una creación artificiosa, en este caso, más reciente y de otro granadino, el Profesor Cazorla Pérez, un esfuerzo por evitar la “absorción”, aunque tiene un evidente sustrato “a contrario” porque un jiennense de Úbeda, un granadino de Guadix o uno de Vélez Málaga, nada tiene que ver con onubenses de Aracena, gaditanos del Puerto sevillanos de Osuna. Tan artificial es hablar de una como de dos Andalucías; la uniformidad regional se nos ha venido imponiendo en los últimos cuarenta años, coincidentes, además, con el monopolio del poder por un solo partido, habiéndose creado un tremendo “centralismo sevillano” que para sí quisiera el propio Madrid, dándose las curiosas circunstancias de “Guadalajarismo” (ingreso de funcionarios en la periferia con aspiración constante de regresar al centro natural) que se dan en las provincias “del entorno” con respecto al poder central de la autonomía.

Sentado que Andalucía no es una ni dos, al menos que en el decurso de los años y de la historia no podemos hablar ni de una única comunidad, ni de dos entidades diferenciadas, resulta de toda evidencia que existen claras diferencias entre el Al-Ándalus califal cordobés y los tres reinos nacidos de la concentración de taifas y sus coras: el de Al-Mutamid en Sevilla, el cordobés superviviente al califato y el sultanato nazarí granadino inaugurado por nuestro paisano arjonero Al Hamar; este último coexistió hasta 1492 con los cuatro reinos cristianos medievales.

Tras la “unificación” por los Reyes Católicos, con una inicial preponderancia de Granada, sede real e imperial y de la Chancillería, muy pronto surgió el creciente poder de Sevilla y su Casa de Contratación con el monopolio del comercio de Indias, que también más pronto que tarde dio paso a la crisis generalizada al sur de Despeñaperros –la guerra de sucesión apenas tuvo reflejo en Andalucía, salvo la pérdida de Gibraltar-, que arrastrará a lo largo de los siglos XVII y XVIII, sin otro destello que el nacimiento de las “Nuevas Poblaciones” de Sierra Morena que introducen otro elemento –entonces- exótico.

Precisamente esa crisis social prolongada en el tiempo hizo que las ciudades y comarcas se cerraran en sí mismas y desarrollaran sus peculiares hábitos, costumbres y manifestaciones culturales, claramente perceptibles en la literatura y la historia del arte. Estas tendencias son peculiares y podemos hablar de un barroco granadino, otro sevillano y otro malagueño, por citar los mayores núcleos de población. Otro tanto hay que decir de las manifestaciones culturales y de religiosidad popular que fueron ahondando las diferencias entre territorios, todo ello potenciado por la existencia de numerosos núcleos de población florecientes, con frecuencia vinculadas a casas nobiliarias, lo que hoy llamaría la administración “ciudades medias”.

Merece la pena destacar, como anecdótico, el tumulto provocado en 1641 por el Duque de Medina Sidonia que pretendió, de forma efímera, crear una monarquía independiente frente al reinado de Felipe IV, con clamoroso fracaso. A partir del mismo, los movimientos, más o menos separatistas, tienen un contenido más ideológico que real y, como denominador común, una unidad de acción con vocación de abarcar todo el territorio, si bien con límites imprecisos, aunque ninguno llegó a extenderse a la totalidad del suelo andaluz; otra característica común es su falta de espontaneidad, nacen al socaire de los movimientos provocados por ideologías federales del resto de España y de los intentos centrífugos de las regiones, que –en su mayoría- tienen su germen en la guerra de sucesión que provocó el cambio de la dinastía austríaca a la borbónica.

En el siglo XIX, en 1835, casi simultáneo a Javier de Burgos, se crea la Junta Suprema de Andalucía, mucho ruido con escasa trascendencia real. Más intensidad tuvo, aunque limitado en el tiempo, el fenómeno cantonalista de la Primera República, creándose cantones en muchas ciudades andaluzas, sin más territorio que el propio término municipal. Entrado el siglo XX, surge como heredero de aquella Junta Suprema, el movimiento andalucista de Blas Infante -una ensoñación de su creador- que, en la práctica, quedó circunscrito a una corriente cultural con desigual arraigo, más al occidente que en el resto y sin excesivo alcance en la práctica, pero se convirtió en el soporte ideológico que despertaría más adelante con el fenómeno autonomista de la segunda mitad del siglo XX que fue propiciado por la Constitución de 1978. Un sector de esta tendencia, menos ideologizado, trató de establecer la capitalidad en Antequera como lugar central para superar la artificial dicotomía oriental-occidental, aunque fue flor de un día.

Para terminar y como corolario, es preciso volver al inicio de esta reflexión. Andalucía no es una ni tiene identidad propia y definida; se entiende mejor si hablamos de las Andalucías como modos de ser y sentirse andaluz, tan distintos en las personas y grupos, como comarcas se extienden al Sur de Despeñaperros. (Continuará).

 

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