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 A la Asociación de vecinos Torre del Concejo

 Es cierto que la historia de una ciudad se transfunde en la sangre de los que la moran a través de sus tradiciones y leyendas. En las empinadas cuestas de la ciudad de Jaén, donde el Santo Rostro de Dios arribó con una Cruz y en las madrugadas de los Viernes Santos sube con ella por los divinos cantones, se cumple esta máxima.

Y una de sus costumbres más arraigadas es la noche mágica en la que se encienden las lumbres de San Antón. A este patrón de los animales se consagra el fuego purificador que ahuyenta los malos pensamientos y las malas conciencias. La noche de San Antón se torna en un maravilloso cuento donde el fuego crepita silencioso, iluminando el cielo jaenero y dando hermosa luz a sus vetustos monumentos e iglesias, adonde los ojos de algún clérigo reo asoman entre sus rejas centenarias.

La tarde esplendida asomaba por el monte de la Santa: con cautela y con el más bello de los lirismos, lo vespertino se convertía en un precioso ocaso: el verso de la noche estaba componiendo la poesía más celestial. El cielo ya naranja, ora negro, dibujaba en su lisa superficie las estrellas más sublimes.

El fuego crepitaba con altivez en la plaza de San Juan, la torre del Concejo reía altanera y orgullosa sabedora de tan magno acontecimiento. En torno a la placidez mágica de la lumbre, el jaenés antiguo y encorajinado cantaba al compás melódico del melenchón: la sátira jaenita se reflejaba en letras centenarias, en versos que durante siglos habían enraizado en el jaenero, creando su carácter jocoso y jovial. La paz brillante de fuego unían al joven y al viejo, al rico y al pobre, al campesino y al patrón. Los tirajitos abrían la veda fresca del invierno y el ramón sucumbía al fuego: lo malo descendía al suelo de los infiernos y el buen deseo ascendía con delicada calma a la hermosura del cielo jaenés: allí el divino Dios reía y su cara era la tez de un bello infante. Algo inaudito iba a ocurrir: hacía tiempo que la ciudad jaenera no tenía buenas nuevas del lagarto. El jurásico animal andaba en otros empeños y sus verdes ojos no miraban a través del raudal. A nuestro verde amigo se le echaba en falta: el tirajito, el melenchón, y el jaenero suspiraban por ver la silueta magna de tan verde animal. El guardián antiguo de Jaén llevaba siglos sin aparecer desde que un antiguo pastor acabó con su vida a través de una hermosa leyenda que sin maldad lo condenó. La noche seguía alegre en su danza de fuego y versos, la luz y la canción en rítmica armonía deambulaban por la plaza de San Juan, la estatua del poeta Almendros Aguilar parecía recobrar vida: el soneto volaba a la Cruz del castillo jaenero. Mientras en el convento de la Trinidad, algo maravilloso estaba a punto de ocurrir; la niebla calzó nuevamente las calles y descendió con ligereza hasta llegar al ágora Sanjuanista: la sorpresa mayúscula y mágica paralizó el tijarito, el melenchón, el ramón. El jaenés asombrado y perplejo vio cómo el lagarto penetraba en la plaza. La torre del Concejo dobló sus campanas: estas replicaban armónicamente, sin que nadie tirara de las cuerdas. La lumbre dejó de arder: el fuego paralizado callaba en la noche y las campanas seguían tocando. El hermoso reptil atravesó el fuego, posándose en el centro de la lumbre: el animal comenzó a arder y de su cuerpo brotaron las luces más bellas, un olor a flor del castillo purificó el corazón del jaenero y de la plaza. El bello animal empezó a diluirse: su piel verde se tornó en agua cristalina y esta, venciendo al adoquín profundizó en su raudal.

El lagarto lo había vuelto a hacer: con su sacrificio limpió el alma del jiennense para que volviera a ser libre. Desde el fuego creciente se vio ascender el espíritu del lagarto hacia el azul cielo, a la vez que el niño Dios reía. Las puertas del convento de la Trinidad se abrieron: escoltado por la
arrogante niebla, el lagarto volvió a entrar. ¿Cuántas lumbres de San Antón quedarían para que nuevamente volviera a salir nuestro amigo y guardián?

Noche de San Antón.

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