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Si tuviésemos la oportunidad de preguntar a muchos de los filósofos que hemos estudiado en nuestro bachillerato, acerca de las cualidades más necesarias en situaciones de crisis y perturbación como la que estamos viviendo, sin duda alguna la generosidad sería una de las elegidas. Puede parecer una contradicción, al menos desde un punto de vista egoísta, porque parecería que la actitud de dar sin pedir nada a cambio se reservaría para momentos de opulencia, y que en momentos de incertidumbre y carencia se justificaría plenamente el acaparamiento.

Sin embargo, la realidad desmiente ese parecer. Creo que todos habremos conocido experiencias relacionadas con la generosidad ofrecida por personas de condición más humilde, y al contrario, la avidez con la que personas acomodadas tratan a sus congéneres. Y tomando argumentos menos subjetivos, cada vez hay más científicos que analizan el papel del altruismo (generosidad) en la evolución humana y llegan a la idea de que es un logro evolutivo que nos ha permitido sobrevivir a mil y una situaciones de carestía. En esta línea se han hecho muy populares las publicaciones del psicólogo Michael Tomasello (¿Por qué cooperamos?) o del médico Joachim Bauer (El gen cooperativo). Parece que la mejor manera de gestionar un recurso escaso no es compitiendo por él (egoísmo) sino compartiéndolo (generosidad).

Hago mías las recomendaciones de tantos filósofos y las hipótesis de trabajo de no pocos científicos y planteo la generosidad como uno de los instrumentos más efectivos para vivir en la crisis, porque permite desarrollar el comportamiento de ayuda mutua, tan genuinamente humano (ya sé, también hay otras muchas especies que han desarrollado cooperación, pero ninguna de forma consciente como nosotros) y que es imprescindible en los tiempos que corren. Es más fiable la ayuda mutua entre ciudadanos que la ayuda administrativa.

Deberíamos quitarnos la venda de los ojos en relación a “lo mío y lo tuyo”, que nos hace frágiles. Muy al contrario, la generosidad como costumbre nos vuelve fuertes porque nada robustece más que relativizar la propia pena, pobreza o dificultad para pensar en ayudar a la otra persona, seguramente con penas, pobrezas o dificultades similares. Nada fortalece más que constatar la posibilidad de ofrecer y compartir, indicador inequívoco de que no se está solo. Y el ser humano, liberado de la soledad, puede con todo.

Y si se trata de crecimiento interior o desarrollo espiritual, la generosidad como costumbre es el punto de partida básico, sin el cual no es posible ningún avance. El que deja de pensar en los demás enfrascado en un pretendido crecimiento espiritual, no ha entendido nada de las internas regiones del alma.

En definitiva, la generosidad como costumbre, es decir, que sea tan habitual como el ir a la compra o usar un móvil, es reactivar uno de los logros del género Homo, es ponerse del lado de la evolución. Bienvenidas de nuevo las maravillas que esconde nuestra naturaleza humana.

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