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Decía el inefable Gabo, que así llamaban los más íntimos a Gabriel García Márquez (1927-2014), que lo único malo de la muerte es que es para siempre. ¡No hay nada más demoledor que un adverbio de tiempo disparado a quemarropa! Pero si alguien desea que los adverbios siempre, nunca y jamás pierdan su valor de intimidación metafísica, le recomiendo que se meta en política, territorio en el que el tiempo y su percepción se hace tan mutable como el espíritu de una veleta, que sólo se sabe si funciona, cuando cambia de dirección.

Menos mal que José Manuel Caballero Bonald (1926) nos dejó escrita toda una declaración de urgente esperanza: “Somos el tiempo que nos queda”. Argumento que desactiva el maléficos influjo de los adverbios temporales.

Decía de sí mismo el maestro Federico Fellini (1920-1993) que era un artesano que no tenía nada qué decir, pero sabía cómo decirlo. Definía don Federico su filosofía existencial de esta forma: “No existe un final. No hay un principio. Sólo la infinita pasión de la vida”. Se desprende de esto que vivir es lo más sorprendente y genial que le puede ocurrir a cualquier bicho viviente, siempre que como artesano de la vida se le ponga pasión a lo que se hace, aunque no se tenga algo que decir, pero se diga alto y claro, y a ser posible sin tener en cuenta los perversos adverbios y sin hacerle mucho caso a los políticos que los utilizan como prestidigitadores.  

La pasión vital se suele poner de manifiesto de manera más patente en los tiempos difíciles, en los que el único realista de verdad siempre ha sido el visionario, que maquilla como nadie los adverbios.

Cuentan que Ferrán Adriá (1962), un visionario de la cocina que es el supremo arte de la paciencia, estando un día en su restaurante El Bulli, y teniendo que preparar la cena de su equipo, echó en falta las patatas para hacer una tortilla, recurriendo para ello a una bolsa de patatas fritas –las de Casa Paco, las Oya, o las Santo Reino de toda la vida, paisano—, las desmenuzó con la mano, las mezcló con el huevo batido, y culminó una inimaginable tortilla que inauguraba sin pretenderlo la era de la “cocina de la deconstrucción”. Adriá y su paradigma culinario dio pie para que el planeta de las cosas del comer se llenara en tiempos de opulencia de dos especímenes bien definidos: Por un lado los gastrósofos, más proclives a valorar con quien comían, que propiamente lo que comían. Y por otro lado los gastrogilis, más por la labor de amargarle la vida a sus compañeros de mesa hablándoles de lo que comían sin saber lo que comían y mareando los adverbios de tiempo.  

Es significativo que ahora haya más niños que quieran ser cocineros, que niños que quieran ser frailes, tal vez porque lo de ser cocinero antes que fraile siga siendo el paradigma de una buena formación para asumir que somos el tiempo que nos queda.

Desgraciadamente, en tiempos como éstos el hambre comienza a ser parte de la infinita pasión de la vida. Sobre todo, cuando estamos en manos de cuatro políticos gastrogilis, prestidigitadores de adverbios, empecinados en nuestra “deconstrucción” social.

Sólo la muerte es para siempre, aunque en cocina y en política “siempre” es la muerte. Debemos asumir que no es bueno arrancar las hojas del manual de culinaria política dedicadas a “cómo darle la vuelta a la tortilla” y “cómo dejar de marear la perdiz”. Los visionarios en tiempos difíciles también acaban enranciándose como el tocino que no supo ponerle pasión al caldo que le daba vida, cuando ya no tenían nada qué decir, ni sabían cómo decirlo ni ahora, ni nunca, ni siempre.     

 

 

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