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¡Aquella  noche de abril…! Parece la letra,  ampulosa y algo cursi,  de la zambra  de Perelló y Montorio de moda en los años  cincuenta, cuando la interpretaba, con su voz cálida y sensual, Gracia de Triana. Pero fue así. Veintiocho de abril del 49.  Saturno estaba en Leo, mientras la brillante estrella Arturo remontaba los montes de Mágina:

 Que es mi orgullo y mi fortuna,/que es mi razón de vivir,/que me lo trajo la luna,/que me lo trajo la luna,/ay, ay, aquella noche de abril…

Eso podría haber cantado mi madre tras el parto, pero no había luna y  la pobre estaba exhausta y dolorida tras un alumbramiento  largo y complejo. Intuyo que me contemplaría con ternura mientras berreaba con furia, porque me quería desde antes de nacer; creo que necesitaba mi llegada. Tersa y abrileña noche jaenera; una fecha como  otra cualquiera para venir al mundo. Yo cumplí mi función en ese momento; nacer y hacer sufrir a mi progenitora en tan mágico proceso,  porque ya era un buen mozo  desde el momento en que atravesaba  el canal del parto. Parirme y soportarme ha debido ser ardua empresa para las  dos mujeres de mi vida.

Germiné en Jaén, en primavera; así estaba previsto. Nocturno calmo   en una plazuela de ensueño  que marcaba el lindero entre la ciudad de siempre y aquella que tenía  vocación de extender su caserío hacia los caminos de Aquilón. Buscaban los promotores de su expansión  ampliar la villa moruna para convertirla  en algo que la sacara de su secular aislamiento y postración. Desde luego ser recibido  a la vida en tal mirador marca a fuego para siempre. Tener un  fecundo palmeral a los pies, delicioso oasis provinciano, un airoso castillo coronando las peñas calizas, y una blanca cruz —plantada de nuevo tres años antes, pues la anterior había sido abatida por los violentos vendavales jaeneros—, como vértice de las miradas de un niño imaginativo, es un marco de ensueño para los primeros balbuceos vitales. Todavía en la edad provecta me siento orgulloso de tal hazaña, y no hay día que visite Jaén en que no me sitúe frente a  mi casa de nacimiento sintiendo un escalofrío al contemplar la cancela del segundo piso, y el balcón de la habitación de mi nacimiento; prodigioso otero  desde el que  tantas imágenes primerizas quedaron grabadas  en el alma  desde muy tierna edad. Pienso que me enamoré de la ciudad al divisar, día tras día, desde la cancela, o el balcón de la “habitación de en medio”,  tan viejo y quebrado  caserío  recostado bajo unas desnudas peñas calizas que servían de  sólido basamento al castillo cristiano, y al soberbio  y pelado calvario  de los riscos calizos —ya desde 1951, firmemente asentado en las peñas, pues la cruz de mi nacimiento había sido de nuevo abatida por los temporales ábregos—, altivo recordatorio que hablaba de  la presencia de Dios tutelando la ciudad. A veces conseguía subir a la terraza  agarrado al mandil de Trini, o a  su cesto de la ropa. Hasta que se casó fue mi niñera, otra madre más tolerante, infinitamente cariñosa y paciente, salvo aisladas sartas  de pellizcos correctivos  propinados tras alguna de mis andanzas indeseables. Mientras ella tendía la ropa, con primor y cuidado, desafiando la gélida brisa de la mañana de  enero, yo me recreaba, asido a la baranda,  pataleando sus barrotes con mis minúsculos botines de paño, en la visión admirable  que se abría ante  mis ojos. Soñaba volar junto a los peñascales  afilados de Almodóvar,  y comprender el porqué de su estructura aserrada que siempre ha avivado mi imaginación, diseñando  en mi mente,  a partir de tan singular modelo,  un gigantesco bergantín que hendía la mar serena, azulada  y límpida, del invierno jaenero.

Muchas noches soñé una reiterada fantasía que aún recuerdo. El cerro entero, se liberaba de sus anclas  geológicas terciarias  para tomar movimiento, poner proa  al cielo,  y enfilar el espacio navegando  junto a las nubes viajeras. Cuando quería subir como pasajero del navío celeste, despertaba produciéndome un verdadero fastidio, aunque el poso onírico anegaba mi mente el resto de la jornada. Y ya, despierto, cumplía mi sueño:  ¡Viajero del tiempo y el espacio  en el barco de mis deseos infantiles; feliz y dueño del mundo  sobre la elevada  cofa del vigía! Por eso desde la azotea no perdía ojo del soberbio y cortado riscal, deteniendo el tiempo en su contemplación hasta el consabido: “Ramoncito vámonos para abajo  que   vas a coger algo. Si te resfrías tendrá que venir el practicante a pincharte en el “pompi” con su aguja más larga”. Y yo temblaba estremecido al recordar al trajeado, narigudo y simpático  Manolo juguetear con todos sus temibles instrumentos de tortura, y preparar  la jeringa tras hacer arder, con chulería,  su dedo empapado en alcohol, ante mi rotunda sorpresa  al comprobar que no aullaba de  dolor, ni le quedaba,  más tarde,  el pulgar tan  negro como el carbón que el paje Carbonilla había traído hace unos días a los niños levantiscos de la vecindad.

Cada momento del día en que escapaba de la férrea vigilancia que ejercían sobre mí todos los habitantes de aquel enorme piso  que se prolongaba hasta la calle Gracianas,  volaba  hacia mis miradores favoritos  sin tiempo para cejar en mis observaciones. Tan ensimismado en cada visión que hasta me dañaba el alma  su contemplación agradecida. Mis adentros se colmaban entonces de  un  misterioso sentimiento —que jamás ha prescrito— de amor entregado a esta vetusta e insignificante  ciudad, que para mí, sin embargo,  era, y aún lo es,  el Universo y sus galaxias remotas. Y, aunque a veces haya traicionado ese cariño  primigenio, su poso es tan grande y profundo que hogaño me llena el alma y siento la necesidad de sumergirme por sus alturas,  en el intrincado y moruno dédalo de callejas blancas y escarpadas, de tejados desvencijados, de esquinas  desconchadas,  de campanarios vigías de la inquietud ciudadana. Y así pasear a mis anchas expresando sin palabras lo que siente mi corazón enamorado de tan hermosa pequeñez, de tan decadente y paralizado caserío urbano, de tan descuidado casco histórico,  que resulta, sin embargo, entrañable para mí.

Porque Jaén está hecha para pasear por  ella sin descanso, buscando cada resquicio de tiempo perdido posado en  sus viejas piedras, cada enclave de belleza singular que podría haber sido inolvidable si hubiéramos sabido conservarla, cuidarla, adecentarla, amarla, no solo con palabras. Jaén esta hecha para lamentarnos de su inevitable postración al calor de  un chato  de vino compartido con amigos  en alguna  vetusta taberna castiza, con tapas, de las de toda la vida: aceitunas de cornezuelo, alcaparrones  o garbanzos tostados, pero también para defenderla de tantos y tantos detractores como atesora, algunos de ellos de cuna jaenera que han olvidado   venerar sus raíces, que ese es uno de los grandes amores que   pueden incendiar la existencia. Y, más tarde pregonar  a todo el mundo ese sentimiento, porque no hay mejor legado que transmitir a  familiares y conciudadanos,  y  grabar en su memoria,  el amor a la  tierra materna, al solar que han pisado desde el primer día de sus andanzas urbanas.

Mis ancestros no eran jaeneros. Tengo una drástica mezcolanza genética en el núcleo de mis células. Mi familia paterna es  catalana de pura cepa, de las barcelonesas tierras de Vich, y de las gerundenses del Ripollés,  aunque nada independentistas, salvo las jóvenes generaciones, lo que demuestra que el proceso no es tan antiguo como muchos piensan. Mi familia materna  era  de origen diverso.  Mi abuelo Tobar, procedía de  Gallur, un pueblecito agrícola, próximo a Zaragoza,   en la Ribera Alta del  Ebro. Mi abuela, valenciana de pura cepa. Recalaron por motivos diversos en Jódar y allí se conocieron,  unieron y  amaron. Más tarde prosperaron  y llegaron a Jaén,   en los años veinte,  para emprender diversos negocios, el principal  de los cuales, el que les produjera  pingües beneficios,  fue el de las harinas. Mi abuelo tuvo su propiedad harinera en el Paseo de la Estación, junto a la estación de ferrocarril. El edificio lindaba con el cuartel de la  Guardia de Asalto, más tarde llamada Policía Armada y, ahora, Policía Nacional, porque en nuestro país, eso de cambiar las denominaciones  de calles y organismos públicos causa un enorme morbo. Son nombres de quita y pon.

Por lo tanto, yo, jaenero de nacimiento, y sentimiento, danzan  en mi sangre múltiples rumores de otras querencias geográficas, aunque jamás lo he notado demasiado. Ahora solo aspiro a dar gracias a Jaén por haber sido  cuna,   nodriza,  hada madrina, cárcel, a veces, campo de sueños, siempre,  y, ahora, en la recta final, mi continua referencia,  y espero que, en  el ocaso vital, sea mi cuidadora solícita, el cajón de  sastre de mis mejores recuerdos, y, por fin,  leve tierra que cubra mis despojos. Porque ella ha sido una  de mis sostenidas  pasiones —a veces sin merecérselo—, pero  un gran amor jamás puede extinguirse  por mucho tiempo y sucesos  que te hayan dañado en sus ardorosos  embates.  Decía Goethe que:  “el mejor patrimonio que se puede dejar a la descendencia  son raíces”. Espero que mis hijos lo reciban con cariño y lo cuiden a lo largo de sus vidas.

Y así di los primeros pasos por aquel largo pasillo de  admirable suelo cerámico —del que no se deteriora, pues está aún intacto— diseñado con múltiples arabescos —cada habitación presentaba  en su solería  un boceto distinto—,  que siempre han quedado impresos en la memoria. Era la casa de mi abuelo materno. Un maño gigantesco  y vital. Su padre, maestro molinero de profundos conocimientos, había enseñado a la prole tan noble oficio. En cuanto cumplieron los veinte años los reunió, puso trescientos  reales a cada uno en el bolsillo del chaleco,   y con firmeza y cariño les dijo:

?—¡Hala!, ¡a buscaros la vida! Debéis ir a Andalucía que será tierra de promisión para el negocio harinero en los próximos años.

Tras abrazarlos, les dio su bendición, mientras la madre preparaba sus hatillos en una rústica maleta humedecida por sus lágrimas. Con gesto serio los acompañó a Zaragoza, dejándolos en el tren camino de Madrid, no sin abrazarlos antes con una contundencia poco habitual en él.

Eran otros tiempos, duros, recios, y los hijos debían buscarse su vida por sí solos desde temprana edad, lo que les endurecía para poder capear futuros temporales vitales. Poco que ver con nuestra sociedad de padres permisivos, súper protectores, e hijos blandengues y coleccionistas de derechos.

Tuvo suerte el abuelo Antonio. Cada hermano se aposentó en una comarca andaluza casi por intuición —no hay mejor forma de conocimiento—, aunque eran portadores de cartas de recomendación para empresarios y maestros molineros. Uno de ellos recaló allá  por las Gabias granadinas, otro por tierras sevillanas, y él  en el campo galduriense, al pie del monte  San Cristóbal, separado de Bedmar por   tan  agreste y pelada serrezuela. Por aquél tiempo, comenzando el siglo XX,  había llegado el ferrocarril a la villa, mejoraban las comunicaciones por carretera y se notaba un ambiente de desarrollo traducido en un renacimiento cultural de la población  con la creación de una Sociedad Filarmónica y la edición de dos periódicos locales: “El defensor de Jódar”, y el “Noticiero”. Todo este desarrollo lo aprovechó   de inmediato para introducirse como impulsor de la  fabrica harinera  “El Patrocinio” en la estación de Jódar, negocio ubicado en un imponente recinto  industrial que  en los últimos tiempos tras arder sus instalaciones yace en notable abandono pese a que se trata de un edificio interesante desde el punto de vista de la arqueología industrial.

Se casó con una valenciana de expresivos ojos garzos, mujer dulce, paciente, bondadosa y pausada, de familia   afincada en el pueblo, y allí nacieron sus tres hijos, uno de ellos, el varón,  fallecido  a muy corta edad. Mi madre era  galduriense y jamás lo olvidó. Pero al abuelo Tobar, hombre de notables inquietudes empresariales, pronto se le quedó corto aquel ambiente y llegó a Jaén en los años finales en que Joselito y Belmonte ponían boca abajo las plazas de toros con sus estilos contrapuestos, dominio y maestría el uno,  arte y desprecio por la vida, el otro.  Muy pronto se instaló en la harinera “San Francisco”, del Paseo de la Estación, prometedora y bien dotada  industria que supo administrar convenientemente —ya molturaba a mediados  de los años treinta 10000 kg diarios de cereal—, para hacer un emporio del negocio harinero en la ciudad. Al mismo tiempo compró y mejoró notablemente  una fábrica de luz en el termino de Pegalajar, “Electra san Antonio”, con una central hidroeléctrica instalada sobre el río Guadalbullón en un punto del caudal  de 500 litros por segundo,  con un desnivel de diez metros sobre la corriente. Tenía una presa de estacas  y caballos sustentadas  en las dos márgenes del río, conduciendo el agua por un caz de  mil sesenta y dos metros de extensión longitudinal. Las modernas turbinas “Vort” con sus reguladores automáticos desarrollaban  una fuerza de ochenta y cinco caballos cada una.

La familia vivió en Jaén  en un elegante edificio  —torpemente demolido años más tarde— de la parte alta del  Paseo de la Estación hasta que, en 1930, se construye la casa   de mi nacimiento, por iniciativa de José Antón Martínez,  un inteligente y activo  hombre de empresa,  de origen ilicitano,  que mantuvo muchos años  en la planta baja un floreciente  y popular negocio de alpargatería. De inmediato el abuelo alquila el segundo izquierda del flamante edificio. Alquila, asimismo un edificio de la calle Gracianas, situado a la misma altura. Abre comunicación entre las dos viviendas, y ya está su preparado su hogar  en el que la familia vivió hasta noviembre de 1962,  cuando compra dos pisos en la calle Roldán y Marín, en el moderno edificio  edificado  en el solar de la antigua Casa-Cuartel   de la Guardia Civil.

El abuelo Tobar que había llegado con un escaso caudal a esta tierra, pero con el oficio bien aprendido y una dura escuela vital, se abrió camino con prontitud en nuestra ciudad y destacó como un industrial boyante en aquel Jaén de tan escaso calado empresarial.

Él fue para mí  la figura del padre ausente y, aunque yo crecí en pleno deterioro físico de su persona, su recia estampa fue   referencia respetada y querida, imagen que me daba seguridad en los días felices y confiados de la infancia. Hombre de fuerza descomunal, corpulento, recto, de personalidad inabarcable  —una extraña mezcla de sensualidad y sobriedad—, parco de palabra,  juglar de  sentencias senequistas inamovibles, verdadero pater familias querido y respetado por todos los habitantes de aquel caserón. Todavía recuerdo el formidable revuelo que se organizaba en la casa, entre esposa, hija y muchachas de servicio, cuando su augusta y algo jadeante humanidad, calada de sombrero y traje impecable, subía las escaleras   saludando a los vecinos. Carreras por el largo pasillo y preparativos de última hora para procurar que todo estuviese  a su gusto en aquellas horas de descanso vespertino que pasaba fumando un “caldo de gallina”,  sentado en su sillón favorito de la “habitación de en medio”, mientras las sombras de la noche descolgaban su telón, punteado  de estrellas, sobre el airoso palmeral  por donde escaseaba ya el tránsito humano, pues  hacía un frío relente,  y todos corrían hacia  la  paz del hogar, en busca del brasero de herraj y la sopa caliente, sorbida  con delectación, mientras  escuchaban en las elegantes radios de la época  “el parte” nocturno: “Transmite E.A.J. 61 Radio Jaén, la voz del Santo Reino. Van a dar la  diez de la noche. Conectamos, a continuación, con Radio Nacional de España…”

Me inundan  el alma, me desbordan, me abruman, me estremecen, me hacen llorar de alegría  los recuerdos de la infancia; las imágenes de aquel Jaén inolvidable para mí; unos son míos, otros los hice míos oyéndolos contar a los más cercanos, otros los he aprendido de bocas ajenas,  porque como dice mi admirado Orham Pamuk : “Al igual que ocurre con nuestras vidas, la mayor parte de las veces es por otros por quienes nos enteramos  de la ciudad en que vivimos”. Y , a veces —pienso yo—,  no lo conseguimos nunca. Y eso que, como expresan los sutiles versos juanramonianos: “¡Oh Tiempo, dame tu secreto,/ que te hace más nuevo/ cuanto más envejeces…!”. Quizá, por ello, sea este el momento de contar  toda la historia…

                                              

P.S. Este artículo es copia fiel del  capítulo primero del libro que estoy escribiendo sobre la ciudad  que he conocido a lo largo de mi vida. En sus páginas, recuerdos, aventuras vitales, sucesos menudos, historia local, y  retratos de variopintos  personajes de nuestra ciudad, desfilarán ante mi mirada en esta recta final de la existencia. Lo escribo con tranquilidad, saboreando cada renglón del mismo. No tengo prisa. Casi me da miedo llegar a terminarlo algún día. Pero lo haré. Compartir su primer capítulo es  toda una declaración de intenciones por mi parte.

 

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