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Sucumbió julio en plena canícula. Desayuno en compañía de Bach. No existe mejor amigo en esos miríficos momentos anteriores a la declaración de guerra del azul del alba al reino de las sombras. Bach, solo Bach, me conforta. He dejado de oír la radio, pues si lo hiciera debería estar aplastado por una implacable sarta publicitaria de anuncios memos y grotescos —aunque los publicistas saben bien lo que hacen, y a quién van dirigidos tales pregones; eso me da pánico—, entre cuyas cuentas hay pequeños descansos, y entonces se deslizan declaraciones de políticos que aseguran con petulante descaro, y voz  hortera, cursi e impostada, estar en posesión de la verdad más absoluta, ellos que son de ordinario mentirosos compulsivos tan solo obsesionados por mantener el poder a toda costa. Otras veces lanzan feroces proclamas guerreras contra quien no piense como sus mentes preclaras, y amenazan con someterlos —en nombre de la democracia, curiosamente—, a una radical  extinción;  solo así el planeta será libre y armonioso, amén de  felices sus habitantes, aún no teniendo nada salvo la voz de guía de los Supremos Pastores que dirijan sus mentes. Eso sin hablar de ciertos crudos vientos tiberinos que soplan desangelados, decididamente gélidos, cuando no infernales, y de los que siempre me pongo a cubierto para conservar mi claridad de pensamiento,  y mi sentido de lo numinoso e infinito.

Por tanto apago de inmediato el receptor las pocas veces que lo conecto impensadamente. Por otra parte las Olimpiadas ya no despiertan en mí la atracción que ejercían en mi adolescencia, será que estoy madurando con la edad, y aspiro a entretenimientos más sólidos, pues me hastía esa zalagarda bulliciosa y chillona de los comentaristas, esa obsesión patológica e infantil por incrementar el medallero, además de que el  falaz asunto de la marca España voceado hasta la extenuación por los mismos que aspiran a parcelarla y destruirla me parece un sin sentido, un fraude conceptual que en nada me complace.

Por eso nada mejor para amenizar los  sustanciosos condumios que hago antes de la alborada —a mi edad hay que desayunar como un político, comer como un funcionario sin oposición, y cenar como un lama tibetano—, que estar a la vera de mi Bach querido, fiel compañero en mis travesías del desierto a lo largo de los años. Entregarme sin reservas a su contrapunto de fantasía, a sus divinas y audaces armonías, a su lección magistral de matemática pura, a sus melodías conmovedoras, a la profundidad abisal de sus composiciones, a la belleza insondable de sus partituras; mi  Bach venerado, preclara estrella polar de la Música, poderosa voz  de Dios.

Está siendo un mes de temperaturas agradables. Poseo un extenso archivo de datos meteorológicos tomados por mí en los últimos veintiséis años, con constancia y dedicación, y compruebo que la media de las temperaturas de este mes que se nos ha escapado está  claramente por debajo de la media juliana en los años referidos. Ha habido algún día puntual de calor, pero sin continuidad en forma de ola. Por eso me indignan los titulares cotidianos de prensa,  radio y televisión, ese bombardeo mediático inmisericorde realizado por periodistas que juegan a ser meteorólogos, y  pregonan alertas naranjas rojas, y hasta fucsias, o color averno, con amenazas de temperaturas apocalípticas que derretirán cuerpos y entendimientos —esto último ya es imposible; se consiguió hace tiempo desde cátedras, tribunas, papel impreso y micrófonos—. O tienen mala memoria, o mienten deliberadamente con la dichosa tesis del calentamiento global antropogénico, y la idea de que estamos viviendo los años más cálidos desde que se tienen registros lo cual es rigurosamente falso. A no ser que yo esté cerca de la demencia senil, que pudiera ser, porque, ahora que recuerdo, en los años cincuenta era frecuente ver,  por esta época canicular, osos polares de librea de armiño, paseando parsimoniosos por las plazoletas nevadas de los olivares, familias de esquimales inuit alquilando iglús con chimenea en el Barrio la Guita, o morsas de temibles colmillos y torpes movimientos   remojándose entre gruñidos y témpanos de hielo  en la charca  de Pegalajar. Además de que  ¡puedo revivirlo en este instante!, yo me sentaba  abrazado a mi novia rubiales, en aquellos entrañables cines de verano —mis favoritos eran el Jardín, y el Jaén—, con medio kilo de pipas en un regazo compartido, una Pepsi Cola, por llevar la contraria, un jersey de lana de cuello vuelto y un edredón para los pies.

EL CALOR NO ES COSA DE AHORA

El problema es que gente joven con pocos conocimientos climatológicos y adultos de mala memoria, tras tan pertinaz e incansable matraca cotidiana pudieran creer que el calor es cosa de ahora. Recuerdo a Manuel, mi sabio, recordado y admirado Manuel, casero de la casería jabalcuzqueña  de mi abuelo, en la que pasábamos los veranos desde el día de san Pedro y san Pablo, hasta el diez de septiembre —era inflexible Antonio Tobar en eso de las fechas—, cómo salía alguna noche de su vivienda aneja al cortijo,  construida con bloques de piedra, circundada por un amplio patio emparrado colmado de gatos, salamanquesas y cacareos de gallinas cluecas, para dormir en el exterior fuera del gran portón de entrada, junto a la caseta de Tarzán el fiero pero noble mastín, centinela alerta de la madrugada, o incluso bajaba a la era para hacerlo en calzoncillos blancos —en aquellos tiempos siempre eran de ese color los gayumbos, aunque con el paso de los días adquirían cierto tono apalominado, con matices impresionistas, a lo Van Gog— bajo el inacabable y silente jardín de las estrellas, porque intentar dormir dentro de  su vivienda era —según sus palabras— como estar en el infierno.

Monsergas  interesadas que lejos de informar pretenden crear confusión y militancia ideológica en el personal buscando el afianzamiento de una tesis, todavía tan debatida en círculos científicos, pero que obedece a otros intereses globales quizá distintos a los que fingen servir.

Solo puedo decir, que mientras Jesús caminaba sobre las aguas del Mar de Galilea —espero que no desacrediten el milagro en próximas fechas; no tienen buena prensa entre ciertos clérigos los prodigios divinos en tiempos postconciliares—, la temperatura terrestre era mucho más calurosa. Después se enfrió notoriamente desde el siglo cuarto hasta el octavo, lo que ha hecho sugerir a algún historiador que las invasiones bárbaras que arrasaron un decadente y degradado Imperio Romano —¿qué les recuerda eso?—, obedecían a la búsqueda por dichas tribus de territorios situados más al sur y con clima más benigno que las heladas llanuras y parameras centroeuropeas, y, por tanto,  con terrenos más cultivables y fértiles. Posteriormente llegamos a lo que se conoce por los climatólogos como el Óptimo Medieval, prolongado desde el siglo noveno hasta el decimocuarto. En este período  la temperatura en América del Norte y Europa fue de tres o cuatro  grados superior de media a la que tenemos en la actualidad. Por eso se plantaban viñas en las Islas Británicas, se cultivaban granadas y olivos en Alemania, y los vikingos, con un clima tan benigno para sus latitudes, decidieron conquistar otros territorios. Por eso al llegar a una gran isla cercana, antes helada e inaccesible, la llamaron Groenlandia; es decir, tierra verde, porque estaba cubierta de pastos,  y allí  fundaron colonias durante muchos años. Y no debemos olvidar que más tarde navegaron hacia el sur por el Atlántico hasta arribar a las costas portuguesas y andaluzas, en el siglo IX. Allí siguieron el curso del Guadalquivir sembrando el terror en la Sevilla emiral. Pasaron el estrecho y pusieron proa hacia  las Islas Baleares, el valle del Ródano y hasta muchas ciudades italianas. Pero, más tarde tuvo lugar una época de gran enfriamiento terrestre, la llamada Mini Edad Glacial de los siglos XVII y XVIII, e incluso gran parte del XIX,  cuando en nuestra península se helaban los cursos de los principales ríos. En los primeros años del siglo XX, hasta 1940, hubo un aumento de temperatura de seis décimas de grado, aunque todavía el desarrollo industrial no era tan fuerte como ahora. Pero llegó un  enfriamiento desde 1940 hasta el 1975 — ¿nadie recuerda las grandes nevadas de los años cincuenta y de la Navidad del 70 en nuestro Jaén?— de cuatro décimas de grado. Y un posterior calentamiento hasta el año dos mil, del orden de dos o tres décimas de grado, para estabilizarse posteriormente.

Las drásticas variaciones climáticas, que han existido desde el comienzo de la historia del planeta —hace cuatro mil quinientos millones de años se originan, en gran medida, por circunstancias externas al ser humano, quizá por los llamados ciclos de Milankovitch que son variaciones  debidas a la excentricidad de la órbita terrestre, a la oblicuidad de su eje de rotación, o al movimiento de precesión de los equinoccios, pero también a la evolución de las manchas solares, y, por tanto, del balance energético entre el astro y el planeta, además de diversas circunstancias que aún estamos lejos de dilucidar. Incluso existen científicos que predicen la marcha del planeta hacia una nueva glaciación en los próximos tiempos. Recordemos que hace bien poco, en el periodo cuaternario, se sucedieron cuatro grandes glaciaciones, la última de las cuales finalizó hace tan solo doce mil años. En tales momentos los hielos cubrían gran parte de Europa y las Islas Británicas. Por otra parte alguno de los periodos interglaciares eran de un clima, más cálido que el actual. Y entonces el ser humano no emitía gases de efecto invernadero a la atmósfera. Nunca me han gustado las teorías hechas de antemano, con cuyos postulados inamovibles se pretenda explicar cualquier hecho nuevo que pueda ocurrir. Es poco científico. Karl Popper, el gran filósofo de la ciencia, protestaría por ello. Él pensaba que aquella teoría que no resulte falsable y pudiera corregirse, cuando no poder volverla del revés, como un calcetín, es poco recomendable.

Se nos fue julio de las manos. No haré duelo de su marcha. Últimamente he declarado la guerra a este mes estival, pues la urbanización en la que vivo, jardín del Edén de ordinario, se hace ruidosa en ese mes malhadado, pues la escasa, más bien nula, educación cívica del español medio, y aún menos la de sus retoños esolándicos y bachilleres —es un decir—, la hacen una especie de discoteca festiva y chillona que impide la serenidad deseada de la que gozamos el resto del año. Aunque hemos notado mi mujer y yo, que todo en este verano está más tranquilo y calmado. Quizá porque han crecido los niños, y ya son jóvenes que buscan otros horizontes festeros. Quizá porque van cumpliendo años los vecinos y han moderado sus impulsivas vigilias  veraniegas. Quizá por el cambio de costumbres que ha generado la pandemia, ¿quién sabe? Pero, aún así, muy  pronto buscaré las aguas murcianas, cálidas y acogedoras, para pasar una larga temporada en aquellas costas, solaz de fenicios, cartagineses, romanos y musulmanes, como lo he hecho a lo largo de los últimos cuarenta  y ocho años.

ME MARCARON PARA SIEMPRE

Mi infancia me hizo vivir otros meses de julio, encantadores y fecundos, pasados en aquellos veranos inolvidables en la Casería de Piedra, que tan dentro tengo grabados en mi memoria, porque allí surgieron todas mis posteriores inclinaciones vitales: la lectura, la música, la reflexión ensimismada, la magia de las puestas de sol, el ver saltar los montes a la luna lunera, los animales, las plantas, las excursiones arriesgadas, el coleccionismo, el estudio, la sed de conocimiento, la historia geológica, la búsqueda de minerales y fósiles, la subida de montes, preferentemente trepando entre las peñas, la gloriosa ansiedad de la contemplación nocturna  de las estrellas, el amor a cualquier tipo de baño, ya fuera en ríos, chilancos, arroyos, albercas llena de ovas y culebras inofensivas,  o piscina  de aguas azulencas por el carbonato de cobre, cuando no en  aguas termales —nacidas en las entrañas del gigantesco monte de cima jurásica, vigía de los alrededores jaeneros—, la imaginación, los sueños imposibles, la aventura interminable… Me marcaron para siempre aquellos estíos añorados que aún laten con fuerza en mi corazón. Es algo recurrente en mí.  No hay noche en la que, al cerrar los ojos, la primera imagen que desfile por mi mente, con asombrosa nitidez, no sea la de aquél niño de pantalón corto, tirachinas colgando en el bolsillo trasero del pantalón corto, sandalias de goma blanca y escopeta de caña de bambú en bandolera, deambulando por olivos, pinares, monte bajo, roquedales, o lindes olivareras de encinas, quejigos, y coscojas, en busca de aventuras, reales o imaginarias, que fabricaba para uso privado  con fecundidad plena. Estoy herrado a fuego por aquellos quince veranos de mi vida en paraje de tan prodigiosa y serena belleza, de tan entrañable paisaje rural jaenero, antes de que tal aislada Arcadia jaenera fuera tristemente colonizada y circundada de chalets con barbacoa y piscina de gresite aglomerados en poco espacio, carreteras de motores rugientes y fiestas de cumpleaños con juerga  prolongada hasta más allá de la medianoche.

Y recuerdo con amor intenso aquellas jornadas inolvidables de mi infancia veraniega. Despertarme  antes del alba, y con sigilo bajar las escalera de puntillas, levantar con esfuerzo las trancas del gran portón que daba a la lonja norte, pedirle silencio a los perros que ladraban alborozados al divisarme, y extasiarme en los alrededores de la casería contemplando el amanecer, con una especie de gigantesco escalofrío; un incendio de pasión y misterio que asolaba mis venas. Todavía ahora, cada amanecer me descubre la primera raya de luz celeste caminando con mis perros, tal es la devoción que siento por este momento mágico de la jornada, y la visión de su cromatismo de fantasía, que nunca es igual al día anterior. Me llena de amor  la suprema calma y hondura  de tales instantes.

Tras el desayuno que variaba según el día: un canto de pan y aceite, picatostes con vino blanco o azúcar,  tortas de sartén con azúcar espolvoreada, o, cuando, en días señalados, mi abuela lo encargaba a la cocinera, tallos crujientes modelados por una churrera artesana galvanizada, tocaba ir a la vera de Manuel, con una pequeña azada que me habían regalado para “ayudarle” en sus tareas de cavar los pies de los olivos, o “hacer los ruedos” —gracias a Dios no existían aún las sopladoras; todo entonces hubiera sido muy distinto—, cuidado de la huerta que plantaba con esmero en los alrededores, mantenimiento del corral de conejos, y de la cuadra de mulos y burros, amén de una gran tropa gallinácea que vagabundeaba de día por el exterior buscándose  la vida, para recogerse a una hora exacta, comer algo de molluelo y buscar con ansia después los palos del gallinero, amén de la limpieza de lindes y conservación general  del añorado paraje, o la recogida de frutales, higueras, nogales, almendros, y serbales. Y en los pequeños descansos que se tomaba quedarme extasiado ante el relato juglaresco de sus historias inauditas, que me mantenían boquiabierto,  mientras el caldo de gallina arrugado y deshecho flotaba de la comisura de sus labios hecho una pequeña estalactita cinérea, sin llegar a tocar el suelo. Con él aprendí todos los secretos del campo, de la meteorología, de los animales y las plantas, del cielo y el suelo, pero también de la existencia. Muchas de sus palabras y consejos aún resuenan en mi corazón. No tenía estudios, pero su mente no estaba contaminada; quizá por ello mantenía intacta una notable  sabiduría natural. Esa no se aprende en libro alguno.

Llegaba más tarde un baño prolongado en la alberca, que ya podía llamarse piscina, pues tenía cierta enjundia. Rellena de agua de pozo que se cambiaba cada tres semanas, cuando las larvas de dípteros ya comenzaban a culebrear en la superficie, pese a la piedra azul que se añadía para evitar su proliferación. Era después convocado a la comida familiar, tras la que se emitía  la inflexible orden de dormir la siesta, que yo respetaba a medias, porque en aquel gran dormitorio que daba a la lonja norte, y a  la  gran noguera poblada de mirlos y verderones, había alacenas repletas de libros que no cabían en la estantería del salón, y pude devorar muchos de ellos, escondido entre las sábanas por si surgía alguna visita imprevista. Leí decenas de ellos,   algunos sin entenderlos. Allí descubrí a Dickens y a Tolstoi, también a Lorca y Cervantes, a Pérez Galdós y Blasco Ibáñez, en aquellas soberbias ediciones de Aguilar que aún conservo. A veces hasta me saltaba el precepto y me escapaba de la prisión para vagar a mis anchas bajo el látigo solar implacable de la canícula, siendo sorprendido en varias ocasiones, con nefastas consecuencias para mí.

Tras la merienda tenía un rato para vagar a mis anchas llegando hasta las lindes más lejanas, o hasta el pinar del barranco para observar la progresión de las cagarrutas de conejo y transmitir  la información a mi tío que era cazador aficionado, o acompañar a Manuel para recoger correhuela para los lepóridos del corral, o rebuscar y clasificar mis variados tesoros escondidos ordenadamente en el seno del intrincado cañaveral de bambú cercano a la piscina. Todo ello acompañado de aquellos fieles perros cortijeros, duros como una roca, que comían pan coriáceo que era como afilado pedernal, y desperdicios de la comida de los habitantes del cortijo, además de lo que cazaran por sus propios medios en sus correrías nocturnas en manada. No tenían collar antiparásitos, ni fueron jamás al veterinario, ni comían selectos piensos de ternera en salsa o de carrillera con patatas, sus orejas estaban atestadas de reznos, pero eran seres libres y están todavía presentes en mi corazón: Tarzán, Choli, Bocanegra, Toni… Quizá vivían algún año menos que los actuales perros —¿por qué diablos los llamarán mascotas?—, pero lo hacían con extrema intensidad. ¿Qué sería de una  existencia vivida solo a medias? Una especie de muerte en vida.

UNA SAGRADA Y COTIDIANA LITURGIA

Antes de anochecer, venía el placer supremo de la jornada. Sentado en mi sillón favorito de anea, o en la mecedora de rejilla, con los pies descansando en el largo banco multicolor de la lonja, de cara al este, con Jaén a mi izquierda en lontananza, y varios libros en el regazo, era la hora del inicio de una sagrada y cotidiana liturgia. Contemplar cómo la claridad de un sol que ya se había ocultado tras el gigante rocoso se iba difuminando, conforme caía en el horizonte, al escalar el monte de las Peñas de Castro, ascendiendo el olivar, paso a paso, su línea de luz agonizante hasta que concentraba sus últimos resplandores, como una evanescente mancha naranja y oro, sobre la mellada peña central, que poco a poco se volvía escarlata, más tarde azulenca y violácea hasta esfumarse del todo cuando tiritaba la primera estrella en las alturas, al mismo tiempo que yo temblaba emocionado comprobando, reloj en mano, la hora variable en que se producía el prodigio, mientras leía retazos de aquellos libros inolvidables, de Julio Verne, Richmal Crompton, Agatha Christie, Enyd Blyton o Karl May, que todavía me proporcionan ratos de supremo placer en ciertos momentos.

Ágape nocturno  en la lonja con toda la familia. Éramos catorce, entre abuelos, tíos y primos. A su término rezo comunitario del rosario, aunque en mis años infantiles me daban permiso para dormir en tal instante recostado sobre la extensa bancada corrida, alicatada de fragmentos de azulejos multicolores. Pero estaba en vela, con el latido cordial desbocado. Oía la devota orquestina coral, y miraba a las estrellas para perderme en ese bosque infinito al que anhelaba algún día subir para descubrir tanta maravilla como suponía debía existir en sus lejanos confines. Otras noches, junto a mi primo Virgilio, en la  serenidad de un plenilunio que iluminaba el porche norte, oía a Beethoven y Bach, sabiendo con certeza que serían siempre mis compañeros vitales. Más tarde, en la cama, venía con celeridad a mi encuentro el sueño reparador, cuando la luna llena trazaba una cruz al filtrarse por la tela metálica de la ventana, ululaba la brisa de forma mistérica,  y la crepitante rapsodia de los grillos,  aunada a un coro lejano de ladridos perrunos, me producía una entrañable sensación de paz y felicidad que me llevaba a las regiones oníricas para revivir, cada madrugada, cuanto había cabildeado a lo largo del día, en aquel paraje de ensueño. Eran otros tiempos, pero aquellas impresiones tatuaron mi alma y mi entendimiento para siempre.

Nos dejó un mes hórrido. Ha llegado agosto, con temperaturas muy agradables. Ocurre a veces, Así es el clima. Termina Henryk Szering por desgranar la magia infinita de la chacona de la partita número dos para violín solo bachiana. Hoy llega de tierras catalanas otro nieto. Una de ellas ya lleva una semana en casa. Tendré que dedicarme a ellos, aunque deba romper el inmenso orden y equilibrio de mi cotidianeidad septuagenaria, la hora de mis pitanzas y retiradas nocturnas; la sucesión gozosa y pautada de mis variopintas  actividades. Pero también compensa su presencia. Son el relevo vital, nuestra prolongación en el espacio-tiempo. Doy fin a este escrito cuando principia agosto, y podemos sentir frío en el rostro, aunque confieso que todavía arde un fuego incontrolable en mi  corazón, pues tal incendio no consigo apagarlo con el paso de los años. Sería una muerte en vida. Y no quiero morirme, por ahora. Pero eso está, como todo, en manos de Dios. Que Él cuide de nosotros en tiempos complejos.

Foto: Julio de 1956. En la lonja oeste de la Casería de Piedra. Desayuno con abuelos, madre, tíos y primos.                                     

                                            

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