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Desayunar antes del alba en compañía de Bach es como haber recalado en el paraíso sin que haya llegado aún la hora. Si además te escolta sir András Schiff interpretando al piano la partita número seis bachiana, de manera pausada, elegante, delicada, expresiva…, con su abisal primer movimiento; esa tocata que suspende el ánimo en sus compases iniciales, y se extingue dulcemente con la deliciosa fuga  en cuya inaudita y serena hondura renace la primavera en el rosal de la sangre, entonces se suspende el ánimo y parece que todo adquiriera sentido. Bach lo es todo, el antes y el después; la propia Eternidad. Sin él también existiría la armonía musical, pero no sería lo mismo. Es el principio y fin de toda música, como aseguraba Max Reger, el compositor bávaro tan injustamente menospreciado. Bach es mi norte y guía, desde que lo descubrí con doce años en aquellos inolvidables nocturnos caniculares —coral estridente de  chicharras de acero, perros aovillados en la lonja, caricia de la brisa tomillera, rezumante botijo de agua helada columpiado en el trapecio de la oscuridad, luna nocherniega brincando collados de cal y olivo— frente a las peñas de Castro. Desde entonces no existe jornada en la que pueda prescindir de él. Sus partituras han tutelado cada instante de mi existencia, incluso en aquellas acampadas por parajes serranos, donde antes de abrazarnos a Morfeo tras una sesión, dinámica y danzarina, de Beatles, y ya más calmados, había que oírlo en corro de postura de loto, en la puerta de la tienda de campaña, bajo un fascinante, plateado y multitudinario punto de cadeneta del firmamento, saboreando el humo del Ducados y el trago de güisqui segoviano, en el silencio profundo de los concurrentes —¿qué podría decirse en momentos tales? —. Otíñar, cima de Jabalcuz, Río Cuchillo, pantano del Rumblar, llanos de Palomares, Puerto Viejo… lugares prodigiosos, fragancia de noche mágica, canto del autillo, parterres celestes palpitantes de estrellas, rastros, azules y fugaces, de restos de cometas; momentos  evocadores, indelebles, que llevo herrados a fuego en la piel de la memoria.  

El ocaso de las Pléyades. Así llamaban los griegos, romanos y árabes, entre otros pueblos, a este enclave calendárico en torno al día 11 de noviembre, festividad de san Martín, cuyos vientos poseen propiedades mánticas —el viento que anda por san Martín dura hasta el fin, asegura  el refrán popular—. Y lo hacían de tal modo para significar que era el momento anual en que la constelación de las Pléyades, a la que bautizaron nuestros antiguos pastores y hombres del campo como Las cabrillas, se ocultaba en  el horizonte matutino de poniente, antes de la salida del sol. El  calendario anónimo andalusí llama a este fenómeno el naw´(ocaso)  de al- Turayya (Mansión lunar de las Pléyades), y dura cinco noches. Los árabes, que eran poetas consumados, vertieron su encendido plectro lírico para ungir a este conjunto estelar, por lo que asimismo se  refirieron a las Pléyades como “La gallina y sus pollitos”, el “Racimo de uvas”; aunque también para ellos era al-Najm, la ”Estrella”, o asterismo por excelencia.

Si el ocaso matutino de este cúmulo estelar es favorable anuncia lluvias continuas. Porque, si en tal punto se produjera una fuerte bajada de presión con presencia de  abundantes rocíos nocturnos, pronto la lluvia comenzaría a caer fecunda, a veces durante tres meses consecutivos. Si, por el contrario, la presión en tal punto ascendiera imparable, acercándose a veces a los 1030 hPa, es seguro que el tiempo se mantendría anticiclónico durante varios meses, con fuertes heladas nocturnas. Pero claro está, eso en años en que dicho ascenso o caída barométrica es relevante en uno u otro sentido, pero existen sanmartines en que el barómetro se mantiene en ligera o total indefinición, por cuanto resulta problemático afinar el pronóstico. Sin duda, para mí, es el nudo más importante del año a la hora de predecir lluvias abundantes o sequía para la segunda mitad del otoño, y principios del invierno. En los casos claros, de continua  bajada barométrica, no suele fallar. Así fue según mis notas en los años 1963, 68, 69, 73, 76, 79, 83, 85, 87, 95, 96, 97, 2000, 2002, 2003, 2008, 2009, 2010… y alguno más reciente. Cuando en los días cercanos a ese enclave se observa una fuerte bajada de presión muchos olivareros saben que están de enhorabuena, aunque la abundancia de precipitaciones alargue la campaña más allá de los idus de marzo. Quiero recordar el día de san Martín del año 1995, tras las secuelas de una prolongada sequía que duró varios años, cuando la presión se desplomó de manera inaudita alcanzándose valores en mi zona que jamás yo había registrado, marcando el inicio de varios de los años más lluviosos de los últimos tiempos.

LA HISTORIA SE REPITE

En el documentado libro “La España de Carlos II”, del gran hispanista británico Henry Kamen, en el capítulo que dedica a la irregularidad proverbial de la meteorología española durante el reinado de “el Hechizado”, transcribe una serie de interesantes registros sobre la alternancia de periodos secos, o muy lluviosos, a lo largo de la centuria —que por otra parte es lo normal en nuestro clima—. En ellos incide en el cambio de patrón que suele producirse alrededor de san Martín, citando entre otros este documento que redacto literalmente:

Desde miércoles a 11 de noviembre, día de san Martín empezó a llover y llovió hasta diez de febrero de 1672 sin haber avido no más de doce días buenos. Los trigos de los campos se ahogaron. En todo el reyno salieron los ríos y barrancos haciendo muchos daños en campos y poblados…los pobres labradores estaban pereciendo de hambre…muchos no tenían qué dar de comer a su mujer, ni hijos, y todos perecían de hambre.

Ya conocían este punto los griegos. El poeta griego Hesíodo en su poema didáctico: Trabajos y días, indica que en el orto de las Pléyades hay que comenzar la siega y, en su ocaso, la labranza. Eratóstenes de Cirene, el gran matemático y geógrafo, quien demostró con un ingenioso experimento la esfericidad de la Tierra, escribía: “Las Pléyades son muy apreciadas por los hombres, porque marcan con sus señales el curso del año”.  Siglos más tarde el astrónomo persa del siglo IX, Ibn Qutayba informa que los nómadas beduinos también dividían el año en dos partes según la aparición matutina de Las Pléyades: de su ocaso, en noviembre, cuando se esperaba que lloviera y reverdecieran los pastizales, hasta el orto de mayo, en que soplaban los vientos cálidos que amustiaban la vegetación. Nuestros antepasados andalusíes concedían a este punto calendárico tal dimensión que incluso los terrenos agrícolas, tras observaciones favorables en tal momento del año, duplicaban su valor en caso de venta. En la actualidad tal ocaso está desplazado algunos días al calendario solar,  o trópico, respecto al lugar que ocupaba hace milenios, debido al fenómeno astronómico de la precesión de los equinoccios originado por la falta de esfericidad perfecta de la Tierra, y la atracción gravitatoria del sol, la luna y otros planetas que hacen girar a nuestro planeta como una peonza, con un periodo de revolución de  21000 años, lo que hace variar en este tiempo la cantidad de radiación solar recibida en cada punto. —y el clima, por tanto—, y la posición relativa de las estrellas en el horizonte, pero hay que situarlo hogaño en torno al día 13 de noviembre.

No creo yo en el método cabañuelístico tradicional, pues me parece carente de sentido proyectar un día de agosto sobre un mes del año venidero que, además, puede ser cualquiera, tal es la variedad de cuentas que se hacen en estos días: a partir de enero, a partir de septiembre, hacia adelante, hacia atrás…, por si ya fuera poca la falta de rigor de tal correlación. Sí tengo fe, por el contrario, en un método meteorognómico que aprendí del riojano José Luis Pascual, químico, profesor de instituto; sabio personaje muy  apasionado por estos temas del que es un gran conocedor. Tal norma, apoyada en ancestrales sabidurías basadas en observaciones seculares de agricultores a lo largo de la historia, atiende a puntos concretos de la onda climática que van anunciándote  on cierta garantía el futuro inmediato meteorológico, o la corrección de alguna predicción anterior. Porque en los inicios de todo sistema van misteriosamente contenidas las claves de su posterior desarrollo. Pero de todos esos puntos cruciales: santa Lucía, la Candelaria, san Marcos, san Juan Bautista, san Lorenzo… el más decisivo, el que no suele fallar cuando se manifiesta de manera clara es este Ocaso de las Pléyades. Ya falta poco para saber qué nos anuncia en esta ocasión.  

EL VERANILLO DE SAN MARTÍN

Siempre precede a este punto crucial, con adelanto o retraso, el llamado veranillo de san Martín, último período de tibieza antes de que arriben los primeros hielos otoñales, aunque en ciertos casos estos excepcionalmente se adelantan a tal tibieza, lo que suele anunciar próximos meses fríos. Son días de atmósfera bonancible y estable, pero que no suelen durar demasiado, pues como recuerda el antiguo refrán: Veranillo de san Martín dura tres días… ¡y fin!  O este otro que revela, tal como antes he expresado, que: El viento que anda en san Martín dura hasta el fin. Por eso lo estimo punto crucial, categórico; una de las claves del año agrícola. Si hay suerte y comienzan a soplar los vientos ábregos —que son los que riegan generosamente nuestra tierra— hay que esperar que el temporal de lluvia se prolongue, con sus preceptivos descansos, hasta bien entrado el invierno. Porque la secuencia impetuosa de estos vendavales atlánticos  —causantes de los grandes temporales que riegan la mitad de Andalucía y Extremadura—, que en la tierra villariega llaman “derechos”, y abordan este valle por el Cerro del Viento, suelen iniciarse en este punto con réplicas en años fecundos para finales de noviembre y primeros de diciembre, hacia el día de santa Bibiana, la mártir romana del siglo IV que vivió en tiempos de  Juliano el Apóstata. Por eso no resulta infrecuente que tras haber anunciado san Martín un brusco descenso de presión y de circulación zonal, tales temporales, fecundos para nuestros campos de olivares y tierras de calma, se prolonguen hasta finales de enero.

Quizá este ciclo de san Martín esté asociado a otro punto no tan crítico, pero sí digno de estimación que sucede alrededor del Día de Todos los Santos. Lo recuerda el refrán: El día de Todos los Santos anuncia con verdad lo que quiere venir por Navidad. Incluso a veces cuando los santos llegan mojados, como ha sido este año, hay relación con un pronóstico favorable para el día de san Martín, aunque esto desde luego es más dudoso e impreciso. Tiempo al tiempo…todo llegará en su momento. Pero yo en esta ocasión soy un tanto pesimista. ¡Ojalá me equivoque!

LAS DELICIAS DEL OTOÑO

Mientras tanto, en espera de los primeros hielos nocturnos que no van a tardar demasiado en abatirse sobre el valle del Eliche —ya esta madrugada ha rozado el termómetro temperaturas mínimas de helada—, es hora de consumir un deleitoso y sanguino zumo de granada con toda su fibra al despertar antes del alba, degustar la carne de membrillo casera, y las  batatas cocidas, las uvas y caquis jugosos cuya funambulista gelatina expresa un ballet de sabores en la boca en experiencia inolvidable. Comer nutritivas nueces procedentes de frondosos nogales de la Pandera, sabrosos madroños, de espléndido color rojo aurora, notas de color de nuestro matorral mediterráneo, o las peculiares serbas, el singular fruto del serbal de cazadores (Sorbus aucuparia). Recuerdo como en la casería jabalcuzqueña, Manuel, el casero sabio, las recogía encaramado como un Tarzán rural, aunque sin liana, al soberbio árbol, mientras yo corría  tras las que rodaban por la blanca pendiente margosa. Más tarde las subía a la cámara o terrado del cortijo, allí donde tenían su reinado las zureantes palomas zuritas, las viejas herramientas, melladas y herrumbrosas, los vetustos y destartalados muebles arrumbados y cariados de carcoma, y los depósitos de agua de pozo calcificados como una vieja fractura, extendiéndolas sobre lienzos con amoroso cuidado mientras entonaba entre los labios, adornada una de sus comisuras por la colilla del celta corto, una melodía de partitura salmódica e indescifrable, como el adhan de un almuédano, que llevaba en sus compases aromas de otros tiempos y formas de vida, más sencillas y humanas que las actuales. Un par de meses más tarde los frutos habían madurado y cambiado a un color entre oligisto y azulado como arcéstida de enebro, resultando un bocado dulce, delicado y espeso, con propiedades astringentes, y pleno de vitamina C.

Y seguir remontando cada mañana las pendientes de olivar que conducen a las Cuevas del Contadero ganando altura y extensión de vistas sobre esta amplia vaguada excavada por corrientes fluviales, encajada entre la falda sur de Jabalcuz, y los relieves subbéticos de la Pandera junto a las alineaciones calizas y dolomíticas que avanzaron en su día hacia el norte cabalgando a lomos de tierras margosas olivareras.

Es el placer inaudito de vivir de acuerdo a los ritmos temporales, al curso de los astros y de las horas de luz y oscuridad, vida que emprendí hace veintiún años y tres meses y de la que todavía no solo no me he hastiado, sino que estoy seguro de que podría ahogarme si viviera en un piso en la capital, aunque en la vida todo tiene su momento y su conveniencia, y además, tales futuras contingencias están en manos de Dios que será quien diga la última palabra con su silencio inabarcable, pero que toca siempre como flecha certera mente y corazón. A su providencia me acojo. Mientras tanto seré feliz desayunando mis huevos revueltos, en tortilla o fritos con ajos y una generosa loncha de jamón, café con canela, tostadas integrales de pan de miel y pasas, y zumos repletos de toda su fibra, viendo más tarde clarear los hielos de la mañana en un paseo gozoso con atmósfera límpida y transparente como un cristal  de Bohemia, y un techo infinito tallado por una escalofriante geografía de constelaciones que expresan en el cielo del alba sus últimos fulgores.

LA MÚSICA ES BACH

Pongo fin a este escrito. Sigue el piano de Andras Schiff trazando vuelos de mariposas candentes en el plexo solar. Bach es el principio y el fin. Decía en una entrevista el gran violonchelista letón Mischa Maisky:  

Siempre digo que la música es mi religión…y, para mí, Bach es la Biblia, el libro de los libros. No importa el tiempo que dedique a estudiarle… por muchos años que lo interprete nunca llegaré a hacerlo de la forma perfecta…

Me pasa como al gran  instrumentista. Bach es para mí una fe, una religión sin cuyo culto soy incapaz de vivir, una ingente referencia musical y vital. Nada me llena tanto, como oír su música; parece que todo mi interior se pusiera de acuerdo con el exterior. Nada puede definir mejor tal ansia indescifrable de infinito y de armonía de abarcar universos ignotos que todos tenemos, aunque a veces no acertemos a reconocer, y que me ha acompañado desde que nací, que la música de este hombre, indudablemente tocado por la mano divina. Bach es eterno, intemporal. Así también lo define Maisky en otro momento de dicha entrevista:

No es solo que nos entusiasme a los músicos. También a los filósofos, a los artistas, a los escritores. Todo aquel que ama la música está de acuerdo en que hay muchos grandes compositores, pero Bach es único. Y eso es debido, probablemente, a que la suya es la música más universal: traspasa todos los límites, tanto de fronteras físicas como temporales. Cuando me preguntan si también toco música ‘moderna’ digo que sí, que toco a Bach…Porque él es tan moderno en la actualidad como lo fue hace trescientos años. Y lo seguirá siendo dentro de otros trescientos.

Punto y final por hoy. En un reflejo condicionado bebo los últimos posos de un café que ha largo tiempo había apurado. Volveré a casa, me cambiaré de ropa y emprenderé mi segundo paseo de la mañana, con la mirada interior fija en las Pléyades, con su forma de pequeño escorpión que estuviera señalado por el arco del gigante Orión. Falta poco para descifrar el secreto de su ocaso, de cara a establecer un pronóstico aproximado de las posibles lluvias venideras, o de una heladora sequedad de cielos de azul terciopelo  y amaneceres de nívea escarcha dormida, temblorosa y cristalina, por tejados y plazoletas de los olivares. Pronto lo sabremos.

Imagen: Las Pléyades.                                    

                                      

 

 

 

 

 

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