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El fenómeno de la vulgarización del derecho, al que me he referido en mi anterior reflexión, influye sobremanera en la interrelación entre el derecho público y el derecho privado, en claro detrimento de éste desde el nacimiento del Estado moderno, la revolución industrial y la práctica universalización de las democracias en el llamado primer mundo, como consecuencia paradójica de las imposiciones del poder, de los cambios sociales y económicos y del derecho de participación política. Podemos decir que el derecho privado se encuentra asediado por los ataques iuspublicistas, en la medida que sobre el legislador profesional –aquella vieja Comisión General de Codificación de Alonso Martínez- priman los pactos entre políticos de distintos bandos en la redacción de las normas jurídicas, muchas veces con olvido del rigor y de la técnica jurídica en su redacción. No se olvide que la CGC sigue existiendo y en ella trabajan ilustres juristas, pero a la hora de legislar, prima el pacto y el interés político sobre el rigor normativo.

Sean cuales sean las causas –que son muchas-, el efecto ha sido la confusión, mezcla y predominio de lo público sobre lo privado. El derecho romano, la mejor herencia jurídica recibida en España desde hace más de veinte siglos, estableció como mecanismo para organizar la comunidad política en el momento fundacional de la ciudad de Roma, la voluntaria cesión de una parte de la soberanía personal de los quirites para facilitar la convivencia.  

Cada uno de los ciudadanos que quedaron dentro del surco de arado que determinó Rómulo, la tarde del día de la fundación de la ciudad (ab urbe condita) en las siete colinas, eran libérrimos y soberanos, y a ellos le estaban sometidos, con derecho de vida y muerte, sus mujeres, hijos y familiares (alieni iuris), sus bienes muebles, animales domésticos y fundos delimitados in solo italico (propietas) y el derecho a gobernar la urbe. Cuando Roma creció y los ciudadanos romanos fueron muchas, de esa soberanía total, indivisible desglosaron y cedieron las tareas de gobierno a quienes elegían delegados (legati), manteniendo íntegro e   irrenunciable el poder familiar y la propiedad de la tierra.

De este modo, con la cesión de la soberanía en los asuntos públicos para organizar la administración de una ciudad que andando el tiempo pasó a ser un vasto imperio (res publica), surgieron numerosas normas de distinta procedencia, dictadas por los representantes designados por los ciudadanos reunidos (senatus) y de las magistraturas de toda índole.

De modo similar, pero más restrictivo, el poder familiar y la propiedad de la tierra hubo de someterse, para evitar abusos, a otras normas, que no podían ser más que leyes (leges o senatus consulta) votadas por ellos mismos, que eran las únicas que podían limitar los derechos de los ciudadanos, los viejos quirites.

En unas y otras fuente, tenemos prefigurado el embrión de ambas ramas del Derecho: el derecho privado cuya principal fuente es la “autonomía de la voluntad” del ciudadano, reducto de su anterior soberanía personal no cedida;  bien de forma individual, bien mediante pactos entre partes: las escasas leyes senatoriales y -a falta de todo ello- las costumbres, los mora maiorum.

En el otro campo, para organizar las ciudades, el imperio, las colonias y los municipios, la pléyade de magistrados romanos de todo orden dictaba, cada uno en el ámbito de sus competencias, edictos y normas que, rara vez –salvo las más importantes- requerían de la aprobación del senado y vinculaban desde su publicación (in album). Andando el tiempo, estos magistrados intentaron –y muchas veces consiguieron- interferir en las relaciones entre particulares –ciudadanos- estableciendo límites al derecho de propiedad y a la patria potestad.

A título de ejemplo, una de las primeras normas limitativas del derecho de vida y muerte de los padres sobre sus hijos, ya consagrada en las XII Tablas (464 a de C), fue la limitación a tres veces del ‘ius vendendi’: ‘si pater filio ter venum duit, filius a patre liber esto’ (si el padre vende tres veces al hijo, sea el hijo libre de su padre). Este ejemplo inadmisible en nuestro tiempo pone de manifiesto el respeto al ámbito de lo privado en las normas jurídicas romanas. Aquel derecho absoluto de los quirites, después de Constantino, siglos despues, en el ocaso de Roma, había cedido hasta el concepto, ya no era “patria potestas”, sino que vino a redefinirse la función del padre con respecto a sus hijos como un ‘oficium’ y en lugar de potestas, era llamada: “paterna pietas”.

Otro tanto podría decirse del derecho de propiedad, concebido inicialmente sobre la tierra concreta romana o del Lácio, los llamados “fundos limitados”, frente a los vastos territorios imperiales, el tradicional “dominium” se difumina en distintos modos de posesión, más o menos contundentes y con origen en muchos casos en meras concesiones administrativas.

La caída de Roma, o si me apuran, el traslado a Bizancio, dio al traste con el sistema más o menos equilibrado de convivencia entre derecho público y derecho privado en beneficio de aquel y en definitiva de la voluntad imperial o de las oficinas imperiales (“scrinia”) se derivaban los derechos de los habitantes, no solo romanos; de otro lado la ciudadanía se desdibuja al generalizarse, deja de tener valor por perdida del contenido y todos se convierten en  súbditos de un imperio oriental;  por no hablar de los pueblos bárbaros de oriente u occidente –ostrogodos o visigodos- apostados en las fronteras del imperio y vinculados mediante pactos y convenios (“foedera”) que les hará mantener una apariencia de convivencia, cuado a la postre estaban aguardando el momento de lanzarse sobre el poder romano y acabar con el poder imperial, que se precipita como un decorado teatral.

En la Edad Media y en los pueblos asentados en el viejo solar romano, las fronteras entre el derecho público y el derecho privado se desdibujan; desaparecido el poder que establecía una unidad nominal, se produce un fenómeno social de elevada atomización territorial.

España en la época visigoda acogía dos colectivos diferentes: la población hispano-romana que, al principio, era muy numerosa, seguía rigiéndose por el Breviario de Alarico, en definitiva, derecho romano vulgar y la población goda, reticente a aceptar las leyes romanas, se atienen a sus viejas costumbres de pueblo guerrero en marcha;  progresivamente y en la medida que se asientan y fusionan ambos colectivos, se van imponiendo las leyes visigodas, las sucesivas promulgaciones y recopilaciones desde el Código de Eurico al de Leovigildo, darán lugar al “liber iudiciorum” que sobreviviría a la monarquía goda traducido como “fuero juzgo” y regulará las relaciones interpersonales, el derecho familiar y el embrionario derecho de obligaciones y contratos. Todo lo demás será derecho público bajo las nuevas formas de feudalismo y señorío que regularán, no solo las relaciones de los súbditos con el rey o el señor sino, también, la posesión y tenencia de la tierra, propiedad del señor territorial bajo formas de concesiones, encomiendas públicas o privadas, censos y enfiteusis.

Esta situación, con peculiaridades locales dada la fragmentación territorial, se generaliza en los territorios y villas dispersas; las ciudades, en la medida que crecen, desarrollan un poder municipal propiciado por los reyes, que tratan de sustraerlos de los regímenes de señorío. Es precisamente a través del viejo “fuero juzgo” de origen visigodo como pervive y se mantiene el derecho privado en muchas ciudades medievales; en otras, los propios fueros y Cartas de Población contendrán normas de convivencia “privadas” y privilegios para la repoblación.

En grandes centros y ciudades portuarias en esta época aparecen nuevas formas jurídicas incipientes derivadas de las relaciones comerciales como consecuencia del derecho marítimo y la necesidad de regular los intercambios de mercancías. Los consulados, propiciados desde las coronas, darán nacimiento a ese nuevo derecho franco de los mercaderes y comerciantes que vendrá a revolucionar la totalidad del derecho de obligaciones.

En el mundo jurídico el Renacimiento se anticipa casi un siglo al final de la Edad Media y reviste unas características peculiares que llamamos la Recepción del Derecho Romano-Canónico y que se produce a través del estudio de los juristas en las universidades. París, Montpellier, Salamanca y Bolonia crean centros de estudios jurídicos sobre la base de la tradición romano-canónica y surgen primero los glosadores y, más adelante, los post-glosadores y comentaristas que redescubren para los nuevos problemas las soluciones de los juriconsultos romanos del bajo imperio a través del filtro justinianeo. Para el derecho privado supone un claro renacimiento y estas normas transportadas por los estudiantes de las universidades a las oficinas regias se irán propagando como derecho real en todo el Occidente. Así aparecen, a título de ejemplo, en el Código de las Siete Partidas del rey Alfonso X El Sabio.

No se recibe de igual modo el derecho público romano, innecesario e inapropiado para las necesidades de los reinos medievales porque el poder real todavía es incipiente.

De otro lado en las universidades, junto al derecho romano, los estudiantes reciben y cultivan el derecho canónico, con las Decretales de Gregorio IX y el Decreto de Graciano, donde los reyes y sus asesores, muchos de ellos clérigos, encontraran respuesta para muchos de los problemas de derecho público que se plantean en los conflictos de los ciudadanos con el poder real y, sobre todo, de los poderes entre sí, reyes contra señores, y de unos y otros con la Iglesia, con cuya situación nos situamos en los albores del Estado Moderno.

(Continuará)

 

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