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Con la idea de los extraños vericuetos de la conciencia humana y ante los acontecimientos que se deducen de las marchas y contramarchas de los partidos políticos en el panorama tanto patrio como mundial, me permito comenzar estas breves reflexiones sobre el concepto de democracia y el término en boga del marketing político.

La idea del marketing político ha generado polémicas encontradas entre sus defensores y sus detractores, pero lo que es evidente es que, este tipo de mercadotecnia, se ha convertido en una realidad innegable con sus luces y sus sombras.

Frecuentemente se piensa que estos procedimientos determinan una influencia decisiva sobre las voluntades de los electores, lo cual hace suponer que en una democracia el poder lo detenta, en la práctica, quien mejor puede utilizar los medios de difusión, la prensa y las redes sociales.

A priori parecería inadecuado utilizar la palabra marketing, que supone conceptos como mercado, producto, venta consumidor, beneficio, etc., a una realidad como la política, que parece circular en otros rieles, o pertenecer a otro universo de fenómenos. Sin embargo, sin querer violentar los significados, podemos reflexionar sobre ciertos aspectos centrales de la vida política de los países, utilizando ideas análogas a las de la economía. En principio, ¿cabría acaso la posibilidad de analizar a los partidos políticos como empresas, a los políticos como empresarios y los electores como consumidores de bienes políticos?, o ¿corremos el peligro de desvirtuar el verdadero sentido de la democracia como el ejercicio del poder en favor de la ciudadanía?

La decisión de voto de un elector es, normalmente, el producto último de un conjunto generalmente complejo de identificaciones, valores, creencias y actitudes. Conociendo estos componentes en el electorado, puede estimarse la probabilidad de que cierto grupo de electores puedan ser influidos en su decisión de voto por un tipo específico de comunicación política.

Los grupos humanos con escaso interés en la política son los más influenciables y los que pueblan los porcentajes de indecisos en las encuestas de opinión. Por eso, concentrar los esfuerzos de comunicación en esta «familia política» (en la sociología política francesa se llama «marais») suele ser la inversión más rentable para los candidatos, sobre todo en la última fase de la campaña.

Esta “familia”, llamada de «low involvement» en inglés, el «marais» en la tradición francesa, poco informados, desprovistos de una ideología estructurada y con opiniones políticas escasas o poco articuladas, es la categoría más sensible a la influencia de una campaña electoral. Para hablar en términos más claros, es la categoría a la cual se le puede vender, más fácilmente, una idea sobre un candidato. El “marais”, las “mareas”  representan una cifra de alrededor del 20% del cuerpo electoral, con lo cual puede evaluarse su peso estratégico en el resultado de las elecciones.

Hay cuatro grandes géneros, o “familias”, de electores que presentan, para los partidos políticos, un interés particular en el curso de toda elección, estos son: 1) los «blancos naturales» o “el voto duro”, es decir los votos seguros, 2) los «líderes de opinión», o sea aquellas personas que por su posición social pueden llegar a marcar tendencias, 3) el «marais», es decir esa masa de indecisos y desencantados que no llegan a ser críticos, pero que se muestran pasivos hasta que alguien les convence y 4) los «electores críticos», es decir, aquellos que saben a quienes no van a votar.

Ante estas cuatro “familias” o grupos de votantes, surge el “marketing político” de la mano de los especialistas, aunque, afortunadamente para la democracia, no siempre aciertan pues los extraños vericuetos de la conciencia humana son a veces insondables.

En este sentido resulta graciosa la reflexión del ex-presidente francés Georges Pompidou quien sacaba sus conclusiones, con mucho humor y seguramente de alguna mala experiencia, sobre su asesor de marketing: «Existen tres maneras principales de arruinarse políticamente-decía-, 1) teniendo un affaire muy notorio con alguna chica, 2) aceptando sobornos, y 3) confiando ciegamente en el consejo de un «asesor gurú». La primera es la más placentera, la segunda es la más rápida, la tercera es la más segura”.

No obstante, el marketing políticos se está convirtiendo en una metodología casi científica en la que debe tenerse en cuenta que un mensaje publicitario político se encuentra compuesto por un conjunto bastante complejo de códigos, discursos y estructuras semánticas. Códigos que establecen una determinada pauta de interpretación entre signos y significaciones y que como tales son construidos socialmente, pero que el experto en marketing político nos muestra cautela y capacidad  con el fin de lograr su decodificación en un proceso de análisis psicológico muy complejo y que busca adaptar a las circunstancias de tiempo y espacio en el que le toca actuar.

Por ejemplo, hace más de cincuenta años, en su campaña de 1960, John F. Kennedy decía: «En el siglo pasado Abraham Lincoln se preguntaba si los Estados Unidos podrían seguir viviendo la mitad libres, la mitad esclavos; hoy yo me pregunto si el mundo podrá seguir viviendo la mitad libres y la mitad esclavos…», con lo que decodificaba una frase histórica y la adaptaba a su tiempo.  Es interesante, también, la búsqueda  de asociación de imágenes con figuras históricas que tengan calado en la sociedad, como por ejemplo la identificación que realizó Hugo Chávez con Simón Bolívar, en el contexto de su «República Bolivariana», o la de Alejandro Toledo con el mítico Inca Pachacútec.

En definitiva y en términos generales, una campaña de comunicación política busca alcanzar tres efectos fundamentales: 1) un efecto de impacto, 2) un efecto de seducción y 3) el efecto de la sensación de poder.

En el marco de estas ideas llama la atención la emergencia de nuevas formaciones políticas que se asoman al panorama electoral con un importante impacto en los electores, sobre todo en los jóvenes, como son el caso de Ciudadanos o Podemos que parecen arrebatar los votos, sobre todo de esa franja electoral que hemos llamado el “marais”, quienes movidos por el desencanto o el desconcierto que plantean los partidos clásicos se han volcado hacia estas nuevas opciones que, sin embargo, no terminan de definir objetivos y a pesar de ello seducen. O el caso, por cierto preocupante, del éxito electoral de Donald Trump que con un discurso populista, safio y onomatopéyico logra desplazar a una figura del establishment como Hilary Clinton.

No obstante, si bien podemos situar su masa electoral en este nicho electoral, también hay que señalar que muchos de los potenciales votantes proceden de los partidos políticos tradicionales que en su desilusión, por las corruptelas que les han aflorado  en el seno de sus partidos, se han desplazado hacia estos nuevos contornos políticos que si bien no coinciden con sus fundamentos ideológicos sí encuentran sus coincidencias en la búsqueda de nuevos horizontes electorales en el marco de su necesaria reacción.

¿Estamos ante operaciones de marketing político?, ¿Estamos ante partidos políticos emergentes que van a cubrir nuevos espacios electorales?, ¿Estamos ante un cambio de paradigma político?, ¿Estamos ante un nuevo tiempo, o estamos cambiando algo para que todo siga igual?

Considero importantes estas reflexiones pues nos hacen cavilar sobre esto que he llamado los extraños vericuetos de la conciencia humana. No obstante, se hace necesaria una reconversión hacia la moralidad pública, a lo que Javier Gomá ha llamado “ejemplaridad pública”, pues como él mismo destaca en su obra homónima, “se impone distinguir entre lo que, desde una perspectiva jurídico-social, tenemos ‘derecho a hacer’, porque somos ciudadanos libres y el Derecho no lo castiga, y la ‘opción moral por lo bueno’: por la vida buena, por el bien común”.

Los incontables ejemplos de corrupción y corruptelas que a diario se despejan en la prensa por parte de los grupos políticos, de cualquier signo ideológico, ya nadie se salva, nos hacen reclamar un viraje importante en la concepción que tenemos de la democracia, que debe necesariamente tender hacia el bien común y hacia la felicidad de sus ciudadanos frente a la idea de la manipulación, ¿marketing político?, que olvida los valores de la ética ciudadana por la voracidad de alcanzar el poder a toda costa.

Ante todo ello, cabría reclamar un humanismo cívico y responsable que busque el ejercicio de la virtud, como instrumento fundamental del ejercicio democrático.

 

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