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Le preguntaron a Delibes la causa por la que no se presentaba al Planeta si lo iba a ganar sin bajarse del autobús. “Por eso mismo”, contestó. Don Miguel tenía claro que el galardón le vendría mejor a un escritor novel para apuntalar su carrera que un novelista que ya había escrito Los Santos Inocentes, La hoja roja y Las ratas. Lástima que su generosidad cristiana no haya hecho escuela en la profesión. Ahora, narradores célebres se presentan a cualquier certamen de pueblo, que es como si el Madrid, después de ganar la liga de campeones, se inscribiera en un torneo de la región de Murcia para obtener como premio el peso de Marcelo en pimentón.

Y quien dice escritores dice periodistas, entre los que destacan por su resistencia al cambio generacional los de la transición, quienes en las tertulias entrevistan a Corcuera como a una vieja gloria sin tener en cuenta que son sus coetáneos. No digo que no merezcan estar donde están, pero lo cierto es no hay nada darwiniano en su permanencia. No es que se hayan adaptado mejor, es que la evolución no ha llegado al periodismo, lo que explica que a los redactores de los noventa se nos haya puesto cara de Carlos de Inglaterra, de modo que entretenemos la espera con clases de polo y partidas de bridge, que es la brisca de los lores.

Mientras los periodistas de los noventa llamamos a cualquier puerta con la certeza de que no se nos abrirá, los de los setenta ocupan los sillones B mayúscula y zeta minúscula en los programas de debate, si bien, de vez en vez, para que no se diga, permiten la presencia de representantes post 23-F, como Salvador Sostres, al que me une su concepto de la literatura periodística como divertimento y como hallazgo y del que me separa no tanto su pasión por la trufa blanca como su creencia de que el pobre lo es porque no saber ser rico. A Sostres nadie le ha explicado que si el descamisado frecuenta las tabernas en lugar de Zalacaín no es porque prefiera datar la añada del vino peleón a la del Borgoña.

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