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Confieso que al principio de nuestra amistad no siempre captaba sus ideas a la primera. A veces no le pillaba el paso ni con un tambor y él se daba cuenta, pero Cesáreo seguía hablando sin interrumpir su plática esperanzado en que después ya caería yo en la cuenta una vez concluso el argumento. Ese para mí era uno de sus mayores atractivos porque él siempre confiaba en la inteligencia del otro, aunque ésta fuera tardía. Lo digo porque en ocasiones Rodríguez-Aguilera echaba mano de locuciones que solo comprendí algo después.

De aquellos años traigo hoy a colación una frase con la que él casi me increpaba. De vez en cuando me soltaba la imprecación que ahora transcribo y que entendí con el tiempo. Me decía: “Cuando tengas la cabeza cubierta de canas dejarás de tener pelos en la lengua; no seas tan florentino y llama al pan pan y al vino vino”. Aquella expresión que Cesáreo me dedicó alguna vez en mi juventud me parecía entonces casi críptica, como mínimo metafórica, aunque por mi parte no buscaba explicaciones añadidas, no fuera que mi maestro reparase en mi bisoñez de recién licenciado con inquietudes varias. Hoy aquella frase tiene sentido, y me explico: Acaricio canas y cuantas más peino menos partidario soy de las milongas. De ahí, quizá, este relato sin edulcorantes.  

Paseábamos sin prisa una tarde barcelonesa de un noviembre más bien húmedo de comienzos de los 90, y veníamos hablando Diagonal abajo en busca de la pastelería Mauri con plan de degustar algo de su repostería tradicional. Nos detuvimos en un semáforo frente a la Diputación y Rodríguez-Aguilera levantó la vista frente a aquel edificio de porte nobiliario. Tras unos instantes volvió a la conversación aunque trufó un tema que a mi no me encajaba antes de la merienda. Ante la visión de aquella construcción modernista que los lugareños conocen como Can Serra, obra del arquitecto Puig i Cadafalch me habló sobre la cantidad de alcaldes catalanes que procedentes del franquismo mudaron a Convergència durante la Transición, es decir, en el amanecer de la España constitucional que ahora se tambalea en un Parlamento más fragmentado de la cuenta y bastante balcanizado, si se me permite la expresión. Me comentó Cesáreo que destacados ediles se pasaron del Régimen al nacionalismo en un visto y no visto, (casi un 44% de los alcaldes franquistas que se volvieron a presentar en aquella época lo hicieron bajo las siglas de CiU, es decir, casi 100 alcaldes de un total de 219 primeros ediles). A mí no se me ocurrió otra cosa que mediar diciendo que se trataba de un fenómeno evocador del sutil arte de reciclarse en política.

Hoy tengo presente aquella conversación al detectar de qué modo las actuales élites de la política catalana se empeñan en identificar España con el franquismo. La identificación abusiva que comento también da a entender que España es sólo quienes la gobiernan. Esta visión sesgada pretende hacer creer que toda España era o es franquista mientras Cataluña era y es democrática y, por supuesto, republicana. Olvidan estas nuevas élites separatistas, por ejemplo que la Lliga Regionalista de Cambó no dudó en financiar y apoyar a Franco para recuperar sus factorías e industrias ante la contienda de clases que entrañaba la Guerra Civil, fábricas que –dicho sea de paso- habían sido tomadas por grupos de inspiración anarquista e impronta comunista.

Durante el franquismo las presidencias de las corporaciones locales catalanas las copaban apellidos de la tierra, no eran aquellos alcaldes foráneos o sujetos ajenos a Cataluña, no los trajeron de fuera. Estos alcaldes eran incluso de tradición catalanista, católicos militantes, carlistas, meapilas y conservadores –digamos- de derechas. Pero al asomar la democracia en 1978 decidieron dar el salto, y en una pirueta se pasaron a Convergència, eso sí, tras haber acampado durante décadas en las filas de Falange. Pongamos el caso de quien fue consejero presidencial de la Generalitat, el señor Josep Gomis, que de alcalde falangista de Montblanc en los años 60 pasó a asesorar a Jordi Pujol.

Otro cantar fueron los cinturones industriales y el área metropolitana. Ahí los inmigrantes y obreros, con conciencia de proletarios, con conciencia de clase, propiciaron alcaldes comunistas, del PSUC y socialistas del PSC en el “cinturón rojo” de las grandes ciudades. Ediles estos últimos abiertamente antifranquistas y alejados de la Cataluña aburguesada, rural y profunda.

Por eso resulta más que curioso que el nacionalismo -ya secesionismo- identitario sostenga que Franco fomentó la inmigración para disolver como un azucarillo la milenaria cultura catalana. Cuando las evidencias indican que Franco, en su afán por domeñar y someter disidentes, siempre quiso controlar la población e impedir que la emigración del resto de España aterrizara en Cataluña en aquellos años del desarrollismo. La razón era bien sencilla: Todos los desafectos, combatientes antifranquistas, maquis y outsiders del Régimen que en los años 40 permanecían anónimos aunque relativamente localizados, se mantuvieran donde se les suponía (en serranías como las de Jaén) pese al anonimato. Para Franco estos forajidos no estaban controlados, pero se conocía por donde andaban y, por tanto, aun sin castigo a Franco interesaba mantenerlos relativamente ubicados, pues mucho más nocivos serían para el Régimen si accedían al territorio catalán y se mezclaban o confundían en el aluvión de mano de obra que se precisaba al noreste del Ebro. De ahí la necesidad de un permiso especial para cambiar de domicilio y emigrar, de ahí la existencia de un centro de internamiento en Montjuïc, donde se confiaba a cualquiera que pululase por Cataluña sin un permiso que era necesario para obtener empleo, de ahí que muchos emigrantes de dudoso origen fueran devueltos a sus lugares de procedencia. En definitiva, lo que Franco pretendió por todos los medios fue impedir que el personal cambiara de residencia de forma libérrima y los insidiosos antifranquistas quedasen amparados por el anonimato de la gran ciudad. De ahí el DNI, por ejemplo.

Pero todo eso se alteró cuando los ministros tecnócratas del Opus Dei y los neoliberales aterrizaron en el gobierno. El desarrollismo pujante empezó a maquillar el rostro del franquismo y eso tenía un precio. La demanda imperiosa de mano de obra barata hacía acuciante salir del proteccionismo, sobre todo, en Madrid, Barcelona, Bilbao o Valencia. Y, claro, los que llegaron para currar a destajo y a cambio de poco eran los redomados antifranquistas que habían permanecido emboscados en rincones remotos y olvidados.

De ahí luego los movimientos vecinales en las ciudades industriales catalanas y, también, esos alcaldes de los “cinturones rojos” metropolitanos que desembarcan en los ayuntamientos democráticos tras la Constitución de 1978. De ahí, quizá, que alcaldes como el de El Prat fuera un andaluz de libro, de Córdoba para ser precisos.

La obsesión de Franco siempre fue el comunismo, no el catalanismo. Al dictador preocupaba poco el asunto que hoy es hidra territorial. Ello demuestra el hecho de que Òmnium Cultural fuera legal durante el franquismo, y que el catalanismo como cosa burguesa, costumbrista y folklórica no quitara el sueño a los prebostes del Régimen; era entonces un riesgo para la integridad territorial ni de lejos. Entonces lo preocupante era el movimiento vecinal, las células del PSUC, los desclasados con oficio y sin beneficio, y la agitación social de los parias emigrantes, no la burguesía catalanista de billetera lustrosa y delicada sensibilidad artística. Al Régimen no inquietaban aquellas élites burguesas y regidores municipales franquistas por más que hablaran catalán en público y/o en la intimidad.

Así que detengámonos un poco a pensar. Reflexionemos sobre el actual separatismo belicoso que cobijan las instituciones catalanas. Reparemos en qué sentido tiene creer que Puigdemont es un mago redentor, que hay mártires de la causa encarcelados. Preguntémonos por qué están tan interesados en la distorsión constitucional, indaguemos en los objetivos reales del secesionismo tras generar animadversión. La opción por la vía radical, visceral e identitaria cuenta con escasos argumentos fiables; solo el rumor o fake new y la teoría de la conspiración justifican tanto despropósito y tanto engaño. Dando de lado al pacto constitucional se olvida que sin él no vamos a ninguna parte ni unos ni otros.

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