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La vacuna del coronavirus sitúa al hombre, por la esperanza que suscita, en la copa de espera de la vida, en ese tiempo amable previo a la inmunidad que se servirá en la boda por lo civil que oficia Pfizer. Me alegro por los temerosos, pero como sufrí la pandemia no pienso esperar el pinchazo en una mesa camilla. Que me busquen en la calle. No sé dar abrazos a dos metros ni besar con los codos, donde no es posible el carmín, el color del deseo.

En la calle hay mujeres con las que dan ganas de tomar café mientras llueve fuera. Y hombres que desprenden un calor de lumbre. Si permanezco en casa perderé el café, la lluvia y la lumbre, así que reivindico mi derecho a ponerme nervioso, a mojarme y a calentarme las manos. Los que optan por quedarse en la reserva vivirán más que yo, seguro, pero la esclavitud es un pésimo plan de pensiones que, además, facilita las cosas a los malos.

Los malos dicen que es por tu bien, y la vacuna lo es, pero está por ver que lo sea la ley de la eutanasia, esa versión ácrata de los cuidados paliativos que sustituye la morfina por la desconexión para fundir en negro una vida tal vez luminosa. Frente a la poética de la vela, ese apagarse poco a poco, oponen el prosaísmo del interruptor. Una pena. Con las conquistas sociales de los malos pasa lo que con las películas de Tarantino: siempre muere alguien.

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