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En los años 70, en la provincia de Jaén, el Flamenco enseñoreaba ya su saber jondo en peñas, concursos –el primero en Linares-, festivales, reuniones y conferencias; con escritores, críticos cantaores y poetas.

De la Baja Andalucía se acercaban, Fernando Quiñones, Caballero Bonald. El cantaor José Menese, venido expresamente en recital de amigos. De Córdoba, Agustín Gómez. Y por tierras del Santo Reino, Manuel Urbano, el pintor Fausto Olivares, Francisco de la Chica, y una joven, muy joven, Carmen Linares, que buscaba los tonos y ecos adecuados para ir situándose en su verdad cantaora.

Pasado el tiempo, aquella voz hecha en la madurez del conocimiento ha venido sorprendiendo en el saber hasta recoger al sol, todos los pétalos que los timbres de su garganta nos dejan acariciar. Divina pues una artista plena, que ya es figura para el aplauso más verdadero.

Enhorabuena, Doña Carmen de Linares.

Ahora deseo se me permita abrir este libro de recuerdos. Asomarme al pozo negro de una pena. A la historia permanente de la quimera. Abordar desde la palabra lo que significa Linares. Y de Linares, Carmen. El eco parido de un conocimiento que en plenitud de facultades se nos hizo arte. Arte de Linares, tierra de la nacencia, definida en su cante como seña de identidad flamenca.

Carmen decide, en cada cante, evocar lo que existe detrás de la máscara que impresiona, o bien sentencian unas letras. En ocasiones, se deja acariciar por el aire de la rebeldía, otras por la plenitud de las grandes cantaoras de siempre. Nunca le falta a Carmen, el interés de mostrar un flamenco que, desde la dignidad, camina al ritmo de los años.

Comprendo que reflejar los aureolados siete sentidos que conforman la personalidad de Carmen Linares, es tarea bien difícil por cuanto en su trayectoria han existido variables cruces de caminos, dada su capacidad para adaptar tempos musicales, maneras que han exigido múltiples respuestas interpretativas.

Y es que el Flamenco, como todo hecho histórico invita a la evolución, o la revolución, si se quiere, pero desde esa raíz que define la creatividad. Creatividad que hace posible, posteriormente, que aquellos que la proclaman, la dicen y la comunican para ser compartida por todos, la magnifiquen en gesto de actitudes; es decir, aportando su capacidad creadora para ir engrandeciendo el arte que practican, y es sonido que late dentro de su ser. Y Carmen se convirtió, desde muy joven, en nominada a la categoría suprema flamenca.

Los medios informativos, que de forma generalizada, mantienen una actitud de desconocimiento hacia el verdadero Arte Flamenco, apostaron desde los inicios, en reconocer la calidad de una mujer cantaora que nació con valientes deseos por llegar a la cima. Y lo ha conseguido.  

Carmen ha hecho del tesón una eficaz herramienta; del estudio y del conocimiento, la piedra angular de su andadura, para luego enloquecernos con una voz de jondo y enigmático énfasis, de oscuridades manifiestas de su tierra minera, de sublimes matices que dan luz acariciadora al compás y a la melodía.

Su voz viene de la llama y el grito, del fondo supremo que no fue.

Carmen en su trabajo artístico viene recapitulando vestigios del pasado, resume ejemplos de vidas cantaoras que le llevan a un galope de aconteceres de inenarrable belleza. Es su forma de decir y concebir el cante.

En este reencuentro con la memoria, me pregunto: ¿Cuántos años tendría aquella melodía flamenca, que en Linares rompió a llorar y se hizo lamento telúrico en una mina?  Carmen fue alumbrada por él y, por tanto, se hizo destinataria de su historia.

La recuerdo, desde la juventud que ilusiona, dibujando un éxtasis de perfección ya presentido. La cantaora ha sabido beber de la fuente primera y perfilar, después, resonancias que lleven al público sensaciones nuevas dentro de su sentido clásico, entroncado en la más pura ortodoxia. Así: 

 

Señora del cante es por alegrías,

nanas, tientos y bulerías.

Y para despertar a la vida

bien recitaría a Hernández y Lorca,

Alberti, Machado y Cernuda,

guerrilleros de la palabra

y compañeros de viaje,

por la eterna Andalucía.

 

El cante pues, está, vive y tiene un mañana de inacabable trayectoria por la cultura, si figuras como Carmen Linares le acompañan en su recorrido.

Y llegados a este punto del itinerario, una vez que Carmen, cantaora, flamenca, aventajada ahijada de aquellas matronas, que parieron el cante en la soledad que envuelve los misterios de todo arte, cuando cien emisarios, habitantes de Al Ándalus, y venidos de aquellos rincones de una historia sin justicia, sin patria y sin pan, rindieron pleitesía al Flamenco.

Así hemos trazado, en el paisaje de una vida, aquellos aspectos que más intenso colorido dieron al boceto que ella misma definió con sus pinceles. Pinceles del alma, del conocimiento, de la entrega, de la razón de ser cantaora.

Y como colofón a lo expuesto, quede patente el reconocimiento-homenaje a todas aquellas cantaoras que fueron, y las que ahora son señoras del cante, como Carmen Linares.

Sé que Carmen me permite que haga compartir su momento, su espacio de gloria, con otras artistas flamencas. Así pues, sea mi pensamiento a la mujer que canta. A todas ellas que nos permiten asomarnos al Partenón de aquellas diosas andaluzas que fueron llamadas a ser adornadas con el laurel del desamparo. Matronas de la libertad escondida. Matronas que guardaron celosamente las primarias raíces y parieron en éxtasis de luceros. Ellas, cantaoras que nos dijeron la buenaventura de la verdad que no duda.

En su honor olores de olivo y mejorana, hierbabuena, tomillo y albahaca, iluminan el ayer que perdura, mientras los aficionados de este siglo XXI entonamos el Magnificat  vivido entre los silencios que adornan las siete colinas del universo, al sorprender a la luna que también canta. Lo mismo que Carmen Linares.

*Juan Antonio Ibáñez es periodista y flamencólogo

Foto de Carmen Linares: Diario El País.

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