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Por TERESA VIEDMA JURADO / No soy yo de mucho aplaudir sin motivo, por eso recuerdo con total lucidez que la primera vez que lo hice con auténticas ganas fue en el teatro Asuán. Tendría apenas trece años y había acudido con mis padres a la representación de la famosa obra «Cinco horas con Mario». La interpretación de Lola Herrera, así como el lenguaje de Miguel Delibes, me provocaron una emoción inefable. Hay que vivirla para entenderlo. Y yo, que por entonces ya soñaba con ser escritora, me preguntaba conmovida cómo se podía alcanzar semejante perfección tanto en el fondo como en la forma.

Aquella noche, henchida de satisfacción, no pude contener las lágrimas y, en pie, me entregué durante largo rato a un merecidísimo aplauso.

Desde entonces, he vuelto a sentir esa emoción en contadas ocasiones: en el teatro, en la ópera, leyendo un buen libro, y sobre todo al ver a mi hijo recién nacido y sostenerlo entre mis brazos, al escuchar un te quiero que se sabe sincero o al recibir el abrazo inesperado de mis chicos.

Así que, cuando veo en televisión o en las redes sociales a tantos políticos aplaudiendo a sus jefes cualquiera que sea el motivo, si es que lo hubiere, me pregunto cómo algunas personas tienen esa facilidad tan asombrosa de conformarse con poco o nada, porque, la verdad, no está la situación como para aplaudir en demasía. Si se cargan la educación, aplauden, si se cargan el idioma desdoblando el género hasta el aburrimiento, aplauden, que atentan contra la separación de poderes, aplauden. Si se cierra el Congreso, si se vuelve a abrir… Todo merece un aplauso; y con un ímpetu que me deja boquiabierta, además. Y siempre acompañado de una amplia sonrisa. Aplauden al que se va, al que llega… Hoy a uno, ayer a otro, mañana Dios proveerá…

Cada uno aplaude al suyo, al que lleva sus siglas. Y da vergüenza ajena contemplarlos.

Cuando alguien muere, un murmullo solemne y abatido sugiere lo bella persona que era: gran amigo, excelente compañero y mejor padre, aunque quizá en vida le escupieran o, en el mejor de los casos, lo ignoraran. En política ocurre lo contrario: todo son aplausos hasta que se produce la muerte política; y a veces ni eso, aplauden también al muerto, por si resucita. Después, ya con la certeza de la no resurrección, giran sus cabezas hacia el nuevo líder, al que aplauden con entusiasmo y se hacen fotos, papeleta en mano, con la leyenda: «Mi apoyo es para Fulanito».

No me gusta nada esa práctica del aplauso sin ton ni son. Es difícil hallar dignidad en el rebaño. Soy más partidaria de escuchar al verso suelto, me parece que tiene más que decir y, en cualquier caso y a diferencia de tanto palmero, que posee una opinión, unas ideas, que, equivocadas o no, compartidas o no, ya es admirable hoy en día, incluso plausible.

En Jaén, una provincia donde la traición a la palabra dada parece el pan nuestro de cada día, donde el tranvía fue un espejismo, el AVE una pesadilla y la universidad un sueño inconcluso, donde aún no terminamos de aprender a explotar con éxito esos sesenta y seis millones de olivos, donde los hoteles se cuentan con los dedos de una mano, donde calles enteras, antes comerciales, ahora nos muestran una fila de negocios cerrados y donde algunos barrios apenas ven de refilón una escoba, nuestros políticos, que han tocado suelo o sueldo, se las pasan aplaudiendo a diestro y siniestro en vez de reclamar las promesas incumplidas, la dignidad para su gente.

Y yo, viéndolos sonreír así, quizá a alguna satisfacción íntima que desconozco, me pregunto: «¿Acaso sentirán eso que yo sentí en el viejo teatro Asuán cuando por primera vez me puse en pie y me destrocé las manos aplaudiendo? ¿Es que sus corazones estarán henchidos de gozo al escuchar a su jefe y pagador pronunciar esas palabras, para mí incongruentes y vacías en la mayoría de los casos?».

El recuerdo obstinado de sus sonrisas y el ruido ensordecedor de sus aplausos me hacen dudar ahora de si no seré yo la que no ha captado el mensaje ilusionante y fantástico de que todo se va a arreglar, de si no se tratará de un virtuosismo verbal que no he sabido apreciar, y urge entonces mi aplauso al ínclito cualquiera que sea su ideología, sexo, que no género, raza y orientación sexual. Que tanto da, que da lo mismo.

―Sí ―dicen algunos―, es un virtuoso y todo se va a arreglar.

―¿Pero cuándo? ―insisto.

No hay respuesta.

Entonces, muda en el silencio, recuerdo esa locución latina que, según el historiador romano Suetonio, era muy usada por Augusto en las conversaciones familiares cuando, para afirmar que alguien no pagaría nunca, decía que lo haría «ad calendas graecas», en clara alusión a algo que no llegará jamás porque, si bien en Roma las calendas, de donde viene nuestra palabra calendario, se referían al primer día de cada mes, teóricamente cuando ocurría la luna nueva o novilunio en un ciclo lunar, lo cierto es que en Grecia no había calendas.

Entonces, presa de la nostalgia por una obra bien hecha, pienso: Quizá, la respuesta a ese «y para cuándo Jaén» sea «ad calendas graecas», o, dicho de otra forma, para los legos en latín, cuando las ranas críen pelo.

Pues eso, que les aplaudan ellos.

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